No hay
lugar a duda: la mayor parte de los conjurados para el alzamiento separatista
del 24 de febrero de 1895 en la isla, no cumplieron –o no pudieron cumplir,
para no ser absolutos- con la palabra empeñada con la Patria, con su compromiso
establecido con el Partido Revolucionario.
Pinar del Río –que luego dio claros ejemplos de grandeza-
estuvo indiferente; la Habana
y Las Villas, a la espera de la real orden de Máximo Gómez, y Camagüey al
margen del compromiso.
José
Marcelino Maceo Grajales no pasaba de ser un joven muy modesto; eso sí: alto,
fuerte y pulcro; pero tan entregado a la esteva como al guateque, a las mujeres y
a las brevas; gago y de malas pulgas, que no aguantaba gracias a nadie –excepto
a su hermano Antonio-; sencillo en su porte y enemigo de toda afectación. Quien
lo viese y aquilatase así, en ese cascarón de tipo común y hasta romo, no podía
reparar en que estaba ante un tipo hombre extraordinario.
Diferente,
en su arquitectura externa de las más notorias personalidades de acción que
nos han legado los anales de la antigüedad, el medioevo y los muchos procesos
posteriores en todo el mundo –mayormente distinguidas como gente de la
nobleza-, José Maceo es, sin embargo -a los ojos de sus contemporáneos y de las
generaciones de cubanos que le han sucedido-, el ejemplo vivo del héroe
antonomástico, cuya vida toda, y especialmente sus proezas proverbiales,
llenarían fácilmente las páginas de un buen libro de historia, para la lectura
de un día como hoy (163 aniversario de su natalicio) y para el deleite de la
cotidianidad…