Admitamos esta aseveración tan inobjetable como dolorosa:
la Revolución del 68 jamás pudo superar las diferencias internas con las que
nació. Por el contrario, tales divergencias fueron el abono perfecto que halló
la exitosa estrategia española de pacificación, que trajo al panorama
insurreccional cubano el colmo de sus contradicciones: el Pacto del Zanjón y la
Protesta de Baraguá…
Es decir: por un lado, quienes, desde el Camagüey y Las
Villas –salvo pocas excepciones- arriaban las banderas de la independencia, de
la abolición de la esclavitud y de la libertad, a cambio del “perdón”, de una
compensación monetaria, la compra de sus medios de guerra, la devolución de sus
bienes embargados y exoneración de impuestos por reasumir la explotación de sus
tierras. Por el otro, los orientales, que juzgaron infame ese trato, no solo por
haberse hecho a espaldas suyas, sino porque daba al traste con aquella justa y
heroica gesta del pueblo cubano, sin obtener por ello nada sustancial para la
causa ni para el país.