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viernes, 24 de febrero de 2017

Una actualizada visión del 24 de Febrero




El incumplimiento de esenciales términos del Pacto del Zanjón, la escandalosa corrupción administrativa y las tributaciones onerosas e injustificables; la crisis económica, con la caída de los precios del azúcar –por primera vez a menos de  dos centavos la libra -; la liquidación de los presupuestos con grandes déficits, el acaparamiento de los cargos públicos; el ejercicio de sutiles, pero inequívocas limitaciones a la libertad de expresión; así como también las asiduas represalias aplicadas contra quienes intentaron ejercerla plenamente; la educación mínima y atrasada, el incremento de la criminalidad y por todo ello, la cabal diferenciación de nacionalidad entre isleños y peninsulares, entre cubanos y españoles, fueron razones suficientes para que otra conflagración independentista estallara en Cuba, quince años después del fracaso de La Guerra Chiquita, en 1880. 

Si nos atenemos a la persistencia y fuerza de esas causas, dable es admitir que la revolución separatista en la isla debió comenzar con notable antelación a la fecha del 24 de febrero de 1895. Si no aconteció así, puede achacarse a 4 factores básicos:

1.- La falta de unidad de acción, tanto dentro de la Isla como en la emigración; lo mismo entre grandes jefes insurrectos veteranos que entre militares y civiles independentistas e, incluso, entre los propios centros organizadores del movimiento libertario en el exterior.
2.- Por falta de recursos materiales suficientes para iniciar y mantener una insurrección armada
3.- Por miedo cerval al fracaso, síndrome derivado de los 12 fallidos movimientos iniciados contra la dominación española en Cuba, desde julio de1880 hasta octubre de 1894.
Y…
4.- Las grandes esperanzas que despertó dentro de un sector importante de la población de la Isla, el programa autonómico enarbolado por el ministro de Ultramar, señor Antonio Maura, específicamente entre los años 1892 y 1893, y al cual –con mucha razón- temieron tanto José Martí y los generales Máximo Gómez y Antonio Maceo.
Cuatro factores, en fin, que originaron, a su vez, otros obstáculos al propósito redentor, como fue la indecisión, por parte de muchos independentistas dentro de la isla (hasta de regiones enteras) de lanzarse a la guerra, lo cual impedía llevar a cabo un proyecto  insurreccional generalizado.
La revolución separatista, en el primer lustro de los años 90, era, pues, un suceso esperado; un choque previsto y anunciado, pendiente solo de la resolución de esos 4 factores apuntados antes.
Del último factor, se encargó el propio gobierno metropolitano de eliminarlo del panorama de Cuba, al sustituir a Maura de la cartera que ocupaba y, con él, azarar su pretendido programa. De los tres primeros, se ocuparon los propios cubanos…
No fue nada fácil ponerse de acuerdo todos los elementos decisivos para llevar a cabo la empresa independentista señalada, y si se logró -finalmente y a tiempo- fue, de un lado, porque a ninguno hubo que convencerlo para acometer una tarea que cada uno esperaba impaciente, y por la cual nunca habían dejado de laborar todos, en la medida de sus posibilidades e influencias, y, por otra parte, porque cada uno de ellos –con dejación de intereses y aspiraciones personales- gestionaron y alcanzaron, no la “homogenización” de sus miras políticas e ideológicas, sino la unidad de acción indispensable para iniciar el acometimiento de la magna obra patriótica.
Claro que, en la consecución de tamaña meta, unos sobresalieron más que otros. Dígase, por ejemplo: José Martí, José Francisco Lamadrid y José Dolores Poyo, en la fundación del Partido Revolucionario Cubano, que permitió dar organización adecuada al propósito insurreccional, con la adhesión a, partido de prácticamente todos los clubes revolucionarios de los emigrados cubanos, sumar a ellos los comités revolucionarios del interior de la isla y concentrar los fondos financieros básicos para llevar a cabo la suprema misión. El primero de esos tres gestores, también, como visionario y capacitado organizador, eficaz propagandista, sacrificado y diligente Delegado general de la entidad revolucionaria, en la insistencia de acelerar el pronunciamiento crucial en la Isla.
Señálese, en todo su altísimo relieve, al general Máximo Gómez, sobre quien giró la garantía de participación de quienes iban a dirigir y hacer la guerra que se preparaba: los jefes veteranos y los aspirantes a mambises de dentro y de fuera.
No se omita, por supuesto, al general Antonio Maceo Grajales, quien –presto a tomar parte en el movimiento- puso a disposición de este sus realizaciones revolucionarias -estructuras y trabajos conspirativos- en Oriente, base indispensable e insustituible –regionalismo aparte- de cualquier revolución en la Isla.
Tampoco puede obviarse al general Guillermón Moncada Veranes, cerebro y brazo ejecutor  de la conspiración en la provincia de Santiago de Cuba -auxiliado por el Lic. Rafael Portuondo Tamayo, delegado del PRC en el territorio, y otros entusiastas e influyentes complotados-, cuya acción fue la clave de la sobrevivencia de lo que quedó -a poco de iniciado- de aquel tan bien concebido levantamiento armado general del 24 de febrero de 1895.
Porque –habidas las cuentas-, el 24 de Febrero no fue lo que sus  organizadores concibieron, ni lo que, hasta último momento, creyeron…
Planificaron encender a Cuba con un alzamiento armado general, y así comenzar una guerra formidable (masiva, civilizada y rápida), que diera al traste con 400 años de coloniaje, y para lo cual se constituyeron juntas o comités revolucionarios provinciales y municipales en prácticamente todo el país.
Sus objetivos eran: captar y enrolar a cuantos hombres y mujeres fueran partidarios de la independencia cubana y estuvieran dispuestos a materializarla con las armas en la mano; allegar armamento, parque y todo tipo de vituallas, organizar las partidas que debían protagonizar –simultáneamente, en toda la geografía nacional- el grito separatista, y esperar el desembarco de los grandes jefes veteranos del mambisado, a quienes esos mismos organizadores exteriores tenían la misión de armar, embarcar y poner, con sus pequeñas fuerzas acompañantes, en puntos escogidos por esos adalides militares en las costas de la Isla.
¿La verdad? El saldo de aquellos planes fue frustrante y, en algún que otro lugar, trágico…
Vuelta Abajo estuvo indiferente; la Habana y Las Villas –por indicación expresa del general Máximo Gómez-, a la espera de la real orden suya, y Camagüey, al margen del compromiso.
Cierto que Matanzas respondió; pero, en parte, pues solo cumplieron la palabra empeñada: el comandante Manuel García –cuya alevosa muerte, el propio día 24 de febrero de 1895, determinó a su hermano salir de la revolución con los 200 que les acompañaban-; el grupo de Ibarra, donde el principal complotado, Antonio López Coloma, no garantizó el exagerado número de hombres que él había previsto; de modo que un pequeño núcleo de bisoños alzados, con Juan Gualberto Gómez al frente, fue disuelto, al primer enfrentamiento con el enemigo, el mismo día 24.
Algo más hizo, en Jagüey Grande, el doctor Martín Marrero con sus 39 seguidores, y  quien logró permanecer en la manigua por nueveas, antes de chocar con el enemigo en Aguada de Pasajeros,  donde la partida resultó disgregada, y casi todos sus integrantes, hechos prisioneros.; destino parecido del habanero Joaquín Pedroso y un reducido grupo de complotados, quienes, en un punto vecino, en Jagüey Chico (Charcones), se levantaron en armas; mas, ante la falta de adhesión, escasez de armas y municiones, así como también por la persecución tenaz del adversario, capitularon.
Las Villas y el Camagüey quietos y expectantes, a reserva de lo que ocurriese –y se mantuviese- en las otras regiones del país…
Solo Oriente respondió aquel memorable día, como estructura organizada y atendida por el general Antonio Maceo Grajales, a través de una copiosa correspondencia con los principales actores del movimiento independentista en el territorio y del envío de numerosos comisionados especiales con fines preparatorios de la insurrección, como fueron los casos de: Paulino Delgado, el colombiano Avelino Rosa, el teniente coronel mambí Fernando Cortiña, Luis Olivero, Emilio Giró Odio, entre otros enviados por Maceo en 1894, para entenderse con los descollantes conspiradores general Guillermón Moncada, tenientes coroneles José Lacret Morlot, Periquito Pérez, Vicente Pujals, Quintín Banderas, Victoriano Garzón y Joaquín Planas; comandantes Alfonso Goulet, Martín Torres y Benigno Ferié, entre otros veteranos combatientes, y no menos sobresalientes civiles, como fueron los casos de los hermanos Diego y Rafael Palacios Messa, Demetrio y Joaquín Castillo Duany, Rafael Portuondo, José Miró y otros más…
Solo Oriente respondió, por supuesto, por las intensas diligencias, el celo organizativo y la autoridad moral y militar del mayor general Guillermón Moncada, el hombre que supo vencer las prevenciones, las pesquisas y las órdenes de detención del gobernador civil de la provincia, Enrique Capriles. También a que salvó de una cárcel temprana a los cuadros principales del pronunciamiento armado; preservó los medios de guerra que habían logrado acumular, y con sus activos comisionados mantuvo cohesionados con el centro conspirador a los involucrados en la vasta jurisdicción de El Cobre, en Guantánamo, Holguín, Baire, Jiguaní y Manzanillo; así como también a los de las Tunas e, incluso, a los de Sancti Spíritus, según testimonio del general mambí Joaquín Castillo López; a todos los cuales dio orden de alzamiento, en el momento preciso,
Sólo Oriente respondió consecuentemente a la convocatoria, empezando por el general Guillermón Moncada, alzado prácticamente desde el 17 de febrero, en Tumba Siete, y al que seguirían no pocos denominados gritos separatistas. Dígase: el de Bayate, encabezado por el general Bartolomé Masó Márquez, secundado por Juan Massó Parra, alzado en Santo Tomás con 150 hombres; Amador Guerra, en área cercana a la costa, y Joaquín Liens, todos en la jurisdicción manzanillera; el de Vega Piña (Bayamo), de los coroneles Joaquín y Francisco Estrada y Esteban Tamayo, los tres en zonas de Bayamo; el de Baire (comarca occidental santiaguera), con Saturnino Lora y Florencio Salcedo a la cabeza.
El de Pedro Agustín Pérez y Emilio Giró, acompañados de varias decenas de hombres, levantados en La Confianza, a pocos km de la ciudad de Guantánamo, donde hicieron formal declaración de la independencia de Cuba; mientras, Prudencio Martínez Hechavarría y Evaristo Lugo, los secundaban en San Andrés y El Vínculo; Pedro Ramos y Enrique Brook, en Santa Cecilia, y los hermanos Tudela, en Jaibo Abajo, quienes, el propio día 24, tomaron Hatibonico, en tanto el capitán Manuel Verdecia tiroteó el Fuerte Toro, entre otros conatos locales.
Sin demeritar la gran significación de estos brotes insurreccionales, y su trascendencia en el conflicto bélico que le siguió, fueron los levantamientos de los alrededores de la ciudad de Santiago de Cuba los más importantes de aquella fecha extraordinaria en nuestra historia.
Efectivamente, en Firmeza, se alzó el alcalde de esa localidad minera, Eduardo Domínguez, y Valeriano Hierrezuelo, en el cercano barrio de Demajagua; en San Esteban, tras salir de la ciudad capital, el coronel Victoriano Garzón, seguido por más de veinte, de donde salió, asimismo, por su cuenta, Quintín Banderas con 4más.
En Loma del Gato, Silvestre Savignón tomó el poblado y lo incendió; en La Lombriz (Mayarí Arriba), se levantó en armas el comandante Benigno Ferié; en San Luis, José Camacho (el negro) y Bernardo Camacho Olasegástegui. Manuel La O Jay se fue con más de 12 compañeros a la campiña de Palma Soriano, en cuya cabecera una docena de jóvenes tiroteó el cuartel de la ciudad, para ir a incorporarse a otro grupo más numeroso de la zona.
Como parte de esa gesta patriótica extraordinaria de los orientales, se dio el pronunciamiento más numeroso de todos: el toda la comarca de El Cobre, con poco más de 512 hombres en total, encabezados por Alfonso Goulet, Joaquín Planas, Martín Torres, Rafael Portuondo, los hermanos Diego y Rafael Palacios Mesa, así como Vidal y Juan Eligio Ducasse Revé, entre otros, y que comprendió varios levantamientos, más o menos simultáneos, en esa serranía al oeste y al noroeste de Santiago de Cuba.
Y todos esos actos heroicos –repetimos-, bajo el mando supremo del mayor general Guillermón Moncada Veranes, escapado de las garras policiales españolas desde días antes del 24, con varios hombres a su lado, y a pesar de estar en franca etapa mortal  de la tuberculosis que años ha sufría.
Sin recursos suficientes para guerrear, sin grandes posibilidades militares efectivas –por la enfermedad de Moncada-, colmados de elementos bisoños, perseguidos por columnas enemigas del general Lachambre, acosados por “criollos pacificadores” del gobernador Capriles, que hicieron cuanto fue posible para regresarlo al orden colonialista; guerrilleando u ocultos del enemigo, los 1 500 a 2 000 combatientes orientales resistieron la doble embestida del poderoso oponente; aunque presas –es también verdad- de la incertidumbre, ante la ausencia de los grandes jefes militares
 

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