el
patriotismo de
un cura
cubano fuera de serie
En
medio de la polvareda levantada por el ir y venir de los adversarios y, sobre
todo, por los disparos de lado a lado; en medio de la atmósfera de
imprecaciones de bando a bando, del fragoroso ardor por alcanzar la victoria o
alejar la derrota; en fin, cuando los temerarios daban el tono más alto de
desafío a la muerte, un raro mambí podía verse entre la muchedumbre de
insurrectos, sin fusil y sin el emblemático machete, armado solo de un pequeño
revolver a la cintura –que nunca desenfundó- y, en verdad, solo de una cruz y
su fe inquebrantable…
Hasta
él, llegaba, entonces, el aviso de algún rebelde indicándole ya de algún
herido, ya de algún caído expirando, a los cuales debía dar él la cura o el
viático del alma.
Asistía
a la fuerza, igual, en las longas y extenuantes marchas y en el relativo
sosiego de los campamentos, donde a sus cuidados y administración de postreros
sacramentos, se unían los bautizos, algún que otro matrimonio, las ocasionales
misas y la satisfacción a múltiples consejos pedidos a la sabiduría de su
persona y de su ministerio.
Ocho
años antes, Braulio Cástulo no hubiera imaginado tal ejercicio suyo; jamás,
antes de 1860, le hubiera cabido en su mente la posibilidad de ser cura, y
menos –quizás- protagonizar aquella vida de la manigua insurgente. Pero el
dolor puede cambiarlo todo en la vida de un hombre, y así lo hizo en su propio
caso.
ANTECEDENTES INTERESANTES DE SU VIDA
Braulio
Cástulo de los Dolores Odio Pécora nació en la ciudad de Santiago de Cuba, el
26 de marzo de 1832, en el seno del legítimo matrimonio formado por Patricio
Gabriel Odio Ballejo, de 53 años de edad, y María Dolores Pécora de la Sierra,
joven veinteañera natural, como su marido, de la capital oriental de Cuba.
No es
mucho lo que se sabe de su infancia y primera juventud, como no sea que cursó
estudios primarios y secundarios en su natal urbe, y que la muerte visitó
muchas veces a su familia: primero, a varios hermanos por línea paterna; luego
a otros de madre y padre, párvulos aún. Más tarde, el 9 de enero de 1852,
falleció su progenitor; el 15 de julio del año siguiente, tocó el turno a su madre;
razón posible por la que, tanto él como su hermano Lino, dictaran y registraran
sucesivos testamentos notariales, con sus respectivos codicilos, señal, tal vez
de obsesión con la muerte.
Lo sacó
de sus congojas y temores, el amor por Severina Jiménez Jiménez, viuda 18 años
mayor que él, con quien se casó el 22 de enero de 1857; aunque solo le duró 3
años, pues ella murió el 7 de marzo de 1860, víctima de tuberculosis pulmonar,
con toda el efecto de recaída, en aflicciones y concomitancia con la muerte…,
que, al cabo –así parece- lo inclinaron
definitivamente hacia la carrera
religiosa, al punto de que, en 1864-1865, recibió las sagradas órdenes, y, en
1866, fue nombrado párroco de la iglesia de San Miguel de Manatí, en la
jurisdicción de las Tunas; es decir, a unos 250 al noroeste de su natal
Santiago de Cuba.
LA QUEMA DE SU PARROQUIA
El 20
de octubre de 1868, partidas revolucionarias, bajo el mando su coterráneo
Francisco Muñoz Rubalcaba, tomaron el poblado de Manatí e incendiaron la
iglesia.
El Padre
Odio no estuvo en el incidente, ya que se hallaba de penitencia en el
Arzobispado santiaguero, donde el vicario y gobernador de dicha jurisdicción, José
Orberá, le entregó todos los valores sagrados rescatados del siniestro, y
conducidos a Santiago de Cuba en el vapor San Francisco.
Corría
ya el mes de diciembre, y en los predios eclesiásticos de la ciudad eran
comidillas los alzamientos de los párrocos de los poblados de Barrancas y Vicana
(Manzanillo), Santa Rita (Bayamo), Cacocúm (Holguín), Sibanicú (Camagüey) e,
incluso, de El Caney, a pocos km de Santiago. Se hablaba, además, del apoyo a
la insurrección de otros; tales como: el párroco de Jiguaní, los de Nuevitas y
Cubitas, en Camagüey, y varios más.
Casi
simultáneamente con el teniente cura de la iglesia de Santa Lucía, el padre
Julio Villasana Mas, el presbítero Braulio Odio Pécora tomó el camino de la
manigua mambisa, y se unió a las tropas del general Donato del Mármol Tamayo,
en el cuartel general de este, en la zona de Sabanilla, límite de las
jurisdicciones de Guantánamo y Santiago de Cuba.
Con
este jefe, hizo la gran marcha de casi 50 leguas (unos 200 km) para la defensa
de Bayamo, la capital entonces de la Revolución, a fines de dicho año; con él,
también, sufrió la derrota de los cubanos en aquel empeño, e hizo el regreso a
Santiago de Cuba, donde fue testigo de la proclamación de Mármol como Dictador,
y participó en la ruta hasta la costa norte holguinera (raid de guerra incendiaria
contra propiedades de pro-españoles o indiferentes), lapso en el tomó parte en
la célebre Junta de Tacajó, y dio los últimos sacramentos al teniente coronel
libertador Vicente Bruno Báez (a)
Vicente Monzón, fusilado por haber ejecutado a dos sacerdotes, entre otros
abusos.
Al retorno
a la jurisdicción santiaguera, quedó establecido en la Brigada de Cambute, del
brigadier José de Jesús Pérez de la Guardia, en las estribaciones de la Sierra
Maestra, y con cuyas fuerzas asistió a numerosos combates, como el de Río
Blanco, donde tuvo que servir en sus expiración a uno de los héroes de aquella
jornada, caído en dicha refriega, el teniente coronel Francisco Aguilera,
otrora calesero esclavo del patricio homónimo.
AL LADO
DE LOS SEDICIOSOS
Se vio
inmerso en dos de los acontecimientos más polémicos de la Guerra Grande de
Cuba: los movimientos de Laguna de Varona y de Santa Rita.
Con
respecto al primero –y, probablemente, muy influido por los principales jefes
de Cambute, el brigadier Pérez de la Guardia y el coronel Matías Vega Alemán,
de los más furibundos partidarios de las Reformas de Laguna de Varona-, el 16
de mayo de 1875, desde Brazo Escondido (Sierra Maestra), escribió al mayor
general tunero Vicente García González, líder del movimiento sedicioso de
marras, en los siguientes términos: “[…] rompo el silencio en que he vivido
todo este tiempo de la revolución, para manifestarle a V. mi adhesión, mi
aprecio y simpatías, y porque adherido siempre a la causa que afianza la
justicia, me he penetrado de los sentimientos de V.[…]
Y le
agrega: “convencido de la situación excepcional en que se ha colocado el
Gobierno, le habría faltado patriotismo si hubiera declinado ante el deber que
le imponía la Patria. Querer salvarla. Conozco que le han puesto a V. en la
triste necesidad de dar un paso que violenta su carácter; pero la necesidad
carece de lay, y los que son causas de tales trastornos y entorpecimientos
deben llorar los males que ocasionan al país.”
El
Padre Odio no era un estratega militar, ciertamente, y obró mirando solo la
justeza de las denuncias de dicho movimiento –que igual compartieron los más
acérrimos enemigos de la referida protesta (incluyo a los generales Máximo
Gómez y Antonio Maceo), sin tener en cuenta él lo que estos jefes fustigaron,
al prever 3 desastrosos efectos estratégicos: el insubordinación, el divisionismo
y el enervamiento de las fuerzas combatientes de la revolución, que fue, al fin,
lo que trajo como consecuencias aquel funesto reclamo.
La
lección esencial la aprendió el cura combatiente, como lo demuestra su postura
frente al llamado Movimiento de Santa Rita (mayo de 1877…), cuando se identificó
plenamente con los críticos del gobierno de Tomás Estrada Palma: “Y si no, véase:
si nuestro gobierno hubiera reflexionado un poco siquiera [¿] hubiera Cuba
pasado y estar pasando por una crisis tan terrible, la cual ha hecho dudar
muchas veces del éxito de nuestra revolución y estar tristemente pensando en la
conveniencia a que pudiera dar lugar el estado a que se ve hoy reducida la
República?”
No
obstante, esta vez no acompaña al movimiento, y, por el contrario, aconseja al
general Vicente García una actitud más prudente:
“Con todo
mi corazón lo hubiera acompañado –le dice- pero respeté su silencio,
considerando que en la situación actual debiera V. sujetarse estrictamente a
las disposiciones del Gobierno, y aunque yo no peso nada en la balanza de los
destinos de nuestro país, la indisposición de ánimo pudiera haber formulado
alguna interpretación siniestra o comentarios que V. debiera de todo punto
evitar.”
Justo
después de este deletéreo movimiento, fue designado para servir en los distritos
rebeldes de Las Villas y Camagüey, donde los testimonios de importantes jefes
mambises de la zona –Manuel Sanguily, Enrique Collazo y Francisco Argilago,
entre otros- refrendan el heroísmo del Padre Odio ante las penurias,
sacrificios y rigores de la campaña bélica.
A los
consejos de que saliese al exterior, a servir a Cuba desde allá, responde con
una negativa rotunda, y su determinación de seguir en la manigua –saldo de su grande
y profundo amor al suelo que le vio nacer y de su honda vocación de servir a
Dios, justo donde, no pocas veces, los hombres muestran su desencuentro con Él-;
actitud que le ganó la admiración, el reconocimiento general y –conforme aseguran
algunos, aunque no lo hemos podido comprobar- el grado de brigadier otorgado por el
general Vicente García, como capellán
del Ejército Libertador de Cuba.
Después
del Pacto del Zanjón (10 de febrero de 1878), que –se asegura- el Padre Odio no
vio con buenos ojos, pero que tuvo que acatar, el general en jefe español,
Arsenio Martínez Campos, intentó ganárselo, ofreciéndole el puesto de canónigo
de la catedral de Santiago de Cuba, destino muy deseado por los prelados de esa
jurisdicción eclesiástica, que Braulio Odio rechazó, y quien solo pidió al
militar la autorización para celebrar un misa a las tropas capituladas.
Fue la
suya, una homilía –según recuerdan algunos- de elevación de aquella epopeya y de
quienes la protagonizaron (incluido él, que fue el único sacerdote católico que
hizo completa la campaña regular de casi 10 años de revolución); una sentida
plegaria por las almas de los caídos, una solicitud al Santísimo para el perdón
divino de las culpas de unos y otros e, igual, de exaltación del patriotismo
cubano y de las ansias de libertad y soberanía de su pueblo.
Volvió
a su querido Santiago, donde lo designaron para algunos puestos de poca monta,
hasta que, en 1879, fue nombrado párroco de la iglesia de Santa Eulalia de
Poma, de Baracoa, la Ciudad Primada de Cuba. Allá estaba cuando, en agosto de
ese propio año, estalló la Guerra Chiquita, de cuyos preparativos – al menos, en
el extremo este de la Isla- no estuvo desvinculado, como tampoco en su
decursar, sirviendo como recolector de auxilios, protector ocasional y uno de
los ejes de la mensajería rebelde.
Justo
ese último fue su desempeño, tras la capitulación de los generales Guillermón
Moncada y José Maceo, en junio de 1880: llevar la propuesta paz del brigadier
rebelde Limbano Sánchez Rodríguez al general español Camilo Polavieja, y las
respuestas de este al jefe mambí que indujeron a aquel a su presentación, con
los restos de su fuerza.
En
Baracoa, estaba aún cuando el desembarco del mismo Limbano Sánchez, en 1885 por
aquella zona, y tuvo el dolor de asistir en sus postreros momentos a varios de
los cubanos fusilados allí en esa nueva campaña, y la renovación de sus ardores
patrios, al abogar por la ideas que nunca dejó de enarbolar. Siguió siendo,
pues, una piedra en el zapato de las autoridades españolas en la región, que
solicitaban insistentemente el traslado del Padre Odio, quien fue enviado para
Santiago de Cuba, donde se le nombró cura ecónomo de la iglesia de la Santísima
Trinidad y, poco después, cura propio de la iglesia de Santa Fulgencia, de Gibara,
al norte de Oriente.
Se
lamentó de que la Revolución del 95 le cogiera con 63 años y muy achacoso, a
pesar de cual brindó al proceso independentista y a los combatientes por la
libertad, su simpatía sin recato.
Al
finalizar la guerra, en 1898, y el Pbro. Francisco de Paula Barnada Aguilar fue
nombrado arzobispo de Santiago de Cuba, este cumplió con la solicitud de muchos
mambises de nombrar al Padre Odio párroco de la iglesia de Santo Tomás, y
también, en 1900, canónigo de la Santa Basílica Metropolitana de Santiago de
Cuba, cargos que ocupó Braulio Cástulo de los Dolores Odio Pécora hasta su
deceso, el 14 de noviembre de 1908, a los 76 años de edad, y cuyo sepelio se recuerda
como una de las más imponentes y espontáneas manifestaciones de duelo de la
ciudad de Santiago de Cuba, en sus casi ya 500 años de existencia.
Me gustaria averiguar que paso con el P. Julio Villasana, durante su destierro en Venezuela despues del 1872.
ResponderEliminarHola. Siendo bisnieta del sacerdote cubano Julio Villasana Más, les agradecería el poder conocer de ustedes que más información tienen sobre el. Por ejemplo, porque fue desterrado a Venezuela cuando fue aprehendido por los españoles, en lugar de ser puesto preso como tantos otros sacerdotes como el. Gracias.
ResponderEliminarMi cuenta de Google jrddlsgm@gmail.com
Muy agusto con este trabajo. El padre Odio ofició en Las Tunas y en Las Tunas estuvo al lado de Vicente García. Honor, buen trabajo
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