El incumplimiento de esenciales términos del
Pacto del Zanjón, la escandalosa corrupción administrativa y las tributaciones
onerosas e injustificables; la crisis económica, con la caída de los precios
del azúcar –por primera vez a menos de
dos centavos la libra -; la liquidación de los presupuestos con grandes
déficits, el acaparamiento de los cargos públicos; el ejercicio de sutiles,
pero inequívocas limitaciones a la libertad de expresión; así como también las asiduas
represalias aplicadas contra quienes intentaron ejercerla plenamente; la
educación mínima y atrasada, el incremento de la criminalidad y por todo ello,
la cabal diferenciación de nacionalidad entre isleños y peninsulares, entre
cubanos y españoles, fueron razones suficientes para que otra conflagración
independentista estallara en Cuba, quince años después del fracaso de La Guerra
Chiquita, en 1880.
Si nos atenemos a la persistencia y fuerza de esas
causas, dable es admitir que la revolución separatista en la isla debió
comenzar con notable antelación a la fecha del 24 de febrero de 1895. Si no
aconteció así, puede achacarse a 4 factores básicos:
1.- La falta de unidad de acción, tanto dentro de la Isla
como en la emigración; lo mismo entre grandes jefes insurrectos veteranos que
entre militares y civiles independentistas e, incluso, entre los propios
centros organizadores del movimiento libertario en el exterior.
2.- Por falta de recursos materiales suficientes para
iniciar y mantener una insurrección armada
3.- Por miedo cerval al fracaso, síndrome derivado de los
12 fallidos movimientos iniciados contra la dominación española en Cuba, desde
julio de1880 hasta octubre de 1894.
Y…
4.- Las grandes esperanzas que despertó dentro de un
sector importante de la población de la Isla, el programa autonómico enarbolado
por el ministro de Ultramar, señor Antonio Maura, específicamente entre los
años 1892 y 1893, y al cual –con mucha razón- temieron tanto José Martí y los
generales Máximo Gómez y Antonio Maceo.
Cuatro factores, en fin, que originaron, a su vez, otros
obstáculos al propósito redentor, como fue la indecisión, por parte de muchos
independentistas dentro de la isla (hasta de regiones enteras) de lanzarse a la
guerra, lo cual impedía llevar a cabo un proyecto insurreccional generalizado.
La revolución separatista, en el primer lustro de los
años 90, era, pues, un suceso esperado; un choque previsto y anunciado,
pendiente solo de la resolución de esos 4 factores apuntados antes.
Del último factor, se encargó el propio gobierno
metropolitano de eliminarlo del panorama de Cuba, al sustituir a Maura de la
cartera que ocupaba y, con él, azarar su pretendido programa. De los tres
primeros, se ocuparon los propios cubanos…
No fue nada fácil ponerse de acuerdo todos los elementos
decisivos para llevar a cabo la empresa independentista señalada, y si se logró
-finalmente y a tiempo- fue, de un lado, porque a ninguno hubo que convencerlo
para acometer una tarea que cada uno esperaba impaciente, y por la cual nunca
habían dejado de laborar todos, en la medida de sus posibilidades e influencias,
y, por otra parte, porque cada uno de ellos –con dejación de intereses y
aspiraciones personales- gestionaron y alcanzaron, no la “homogenización” de
sus miras políticas e ideológicas, sino la unidad de acción indispensable para
iniciar el acometimiento de la magna obra patriótica.
Claro que, en la consecución de tamaña meta, unos
sobresalieron más que otros. Dígase, por ejemplo: José Martí, José Francisco
Lamadrid y José Dolores Poyo, en la fundación del Partido Revolucionario Cubano,
que permitió dar organización adecuada al propósito insurreccional, con la
adhesión a, partido de prácticamente todos los clubes revolucionarios de los
emigrados cubanos, sumar a ellos los comités revolucionarios del interior de la
isla y concentrar los fondos financieros básicos para llevar a cabo la suprema misión.
El primero de esos tres gestores, también, como visionario y capacitado
organizador, eficaz propagandista, sacrificado y diligente Delegado general de
la entidad revolucionaria, en la insistencia de acelerar el pronunciamiento
crucial en la Isla.
Señálese, en todo su altísimo relieve, al general Máximo
Gómez, sobre quien giró la garantía de participación de quienes iban a dirigir
y hacer la guerra que se preparaba: los jefes veteranos y los aspirantes a
mambises de dentro y de fuera.
No se omita, por supuesto, al general Antonio Maceo
Grajales, quien –presto a tomar parte en el movimiento- puso a disposición de
este sus realizaciones revolucionarias -estructuras y trabajos conspirativos-
en Oriente, base indispensable e insustituible –regionalismo aparte- de
cualquier revolución en la Isla.
Tampoco puede obviarse al general Guillermón Moncada
Veranes, cerebro y brazo ejecutor de la
conspiración en la provincia de Santiago de Cuba -auxiliado por el Lic. Rafael
Portuondo Tamayo, delegado del PRC en el territorio, y otros entusiastas e
influyentes complotados-, cuya acción fue la clave de la sobrevivencia de lo
que quedó -a poco de iniciado- de aquel tan bien concebido levantamiento armado
general del 24 de febrero de 1895.
Porque –habidas las cuentas-, el 24 de Febrero no fue lo que sus organizadores concibieron, ni lo que, hasta
último momento, creyeron…
Planificaron encender a
Cuba con un alzamiento armado general, y
así comenzar una guerra formidable (masiva,
civilizada y rápida),
que diera al traste con 400 años de coloniaje, y para lo cual se constituyeron
juntas o comités revolucionarios provinciales y municipales en prácticamente
todo el país.
Sus objetivos eran:
captar y enrolar a cuantos hombres y mujeres fueran partidarios de la
independencia cubana y estuvieran dispuestos a materializarla con las armas en
la mano; allegar armamento, parque y todo tipo de vituallas, organizar las
partidas que debían protagonizar –simultáneamente, en toda la geografía
nacional- el grito separatista, y esperar el desembarco de los grandes jefes
veteranos del mambisado, a quienes esos mismos organizadores
exteriores tenían la misión de
armar, embarcar y poner, con sus pequeñas fuerzas acompañantes, en puntos
escogidos por esos adalides militares en las costas de la
Isla.
¿La verdad? El saldo de
aquellos planes fue frustrante y, en algún que otro lugar, trágico…
Vuelta
Abajo estuvo indiferente; la
Habana y Las Villas –por indicación expresa del general
Máximo Gómez-, a la espera de la real orden suya, y Camagüey, al margen del
compromiso.
Cierto
que Matanzas respondió; pero, en parte, pues solo cumplieron la
palabra empeñada: el comandante Manuel García –cuya alevosa muerte, el propio
día 24 de febrero de 1895, determinó a su hermano salir de la revolución con
los 200 que les acompañaban-; el grupo de Ibarra, donde el principal
complotado, Antonio López Coloma, no garantizó el exagerado número de hombres
que él había previsto; de modo que un pequeño núcleo de bisoños alzados, con
Juan Gualberto Gómez al frente, fue disuelto, al primer enfrentamiento con el
enemigo, el mismo día 24.
Algo
más hizo, en Jagüey Grande, el doctor Martín Marrero con sus 39 seguidores, y quien logró permanecer en la manigua por
nueve días,
antes de chocar con el enemigo en Aguada de Pasajeros, donde la partida resultó disgregada, y casi
todos sus integrantes, hechos prisioneros.; destino parecido del habanero
Joaquín Pedroso y un reducido grupo de complotados, quienes, en un punto
vecino, en Jagüey Chico (Charcones), se levantaron en armas; mas,
ante la falta de adhesión, escasez de armas y municiones, así como también por
la persecución tenaz del adversario, capitularon.
Las
Villas y el Camagüey quietos y expectantes, a reserva de lo que ocurriese –y se
mantuviese- en las otras regiones del país…
Solo
Oriente respondió aquel memorable día, como estructura organizada y atendida
por el general Antonio Maceo Grajales, a través de una copiosa correspondencia
con los principales actores del movimiento independentista en el territorio y
del envío de numerosos comisionados especiales con fines preparatorios de la
insurrección, como fueron los casos de: Paulino Delgado, el colombiano Avelino Rosa, el
teniente coronel mambí Fernando Cortiña, Luis Olivero, Emilio Giró Odio, entre
otros enviados por Maceo en 1894, para entenderse con los descollantes
conspiradores general Guillermón Moncada, tenientes coroneles José Lacret
Morlot, Periquito Pérez, Vicente Pujals, Quintín Banderas, Victoriano Garzón y
Joaquín Planas; comandantes Alfonso Goulet, Martín Torres y Benigno Ferié,
entre otros veteranos combatientes, y no menos sobresalientes civiles, como
fueron los casos de los hermanos Diego y Rafael Palacios Messa, Demetrio y
Joaquín Castillo Duany, Rafael Portuondo, José Miró y otros más…
Solo
Oriente respondió, por supuesto, por las intensas diligencias, el celo organizativo
y la autoridad moral y militar del mayor general Guillermón Moncada, el hombre que
supo vencer las prevenciones, las pesquisas y las órdenes de detención del gobernador
civil de la provincia, Enrique Capriles. También a que salvó de una cárcel
temprana a los cuadros principales del pronunciamiento armado; preservó los
medios de guerra que habían logrado acumular, y con sus activos comisionados
mantuvo cohesionados con el centro conspirador a los involucrados en la vasta
jurisdicción de El Cobre, en Guantánamo, Holguín, Baire, Jiguaní y Manzanillo;
así como también a los de las Tunas e, incluso, a los de Sancti Spíritus, según
testimonio del general mambí Joaquín Castillo López; a todos los cuales dio
orden de alzamiento, en el momento preciso,
Sólo Oriente respondió consecuentemente a la
convocatoria, empezando por el general Guillermón Moncada, alzado prácticamente
desde el 17 de febrero, en Tumba Siete, y al que seguirían no pocos denominados
gritos separatistas. Dígase: el de Bayate,
encabezado por el general Bartolomé Masó Márquez, secundado por Juan Massó Parra, alzado en Santo Tomás con 150 hombres; Amador Guerra, en área cercana
a la costa, y Joaquín Liens, todos en la jurisdicción manzanillera; el de Vega Piña (Bayamo), de los
coroneles Joaquín y Francisco Estrada y Esteban Tamayo, los tres en zonas de
Bayamo; el de Baire (comarca
occidental santiaguera), con Saturnino Lora y Florencio Salcedo a la cabeza.
El de Pedro Agustín Pérez y Emilio Giró,
acompañados de varias decenas de hombres, levantados en La Confianza, a pocos km de la ciudad de Guantánamo, donde
hicieron formal declaración de la independencia de Cuba; mientras, Prudencio
Martínez Hechavarría y Evaristo Lugo, los secundaban en San Andrés y El Vínculo; Pedro Ramos y Enrique Brook, en Santa Cecilia, y los hermanos
Tudela, en Jaibo Abajo,
quienes, el propio día 24, tomaron Hatibonico,
en tanto el capitán Manuel Verdecia tiroteó el Fuerte Toro, entre otros conatos locales.
Sin demeritar la gran significación de estos brotes
insurreccionales, y su trascendencia en el conflicto bélico que le siguió,
fueron los levantamientos de los alrededores de la ciudad de Santiago de Cuba
los más importantes de aquella fecha extraordinaria en nuestra historia.
Efectivamente, en Firmeza,
se alzó el alcalde de esa localidad minera, Eduardo Domínguez, y Valeriano
Hierrezuelo, en el cercano barrio de Demajagua; en San Esteban, tras salir de
la ciudad capital, el coronel Victoriano Garzón, seguido por más de veinte, de
donde salió, asimismo, por su cuenta, Quintín Banderas con 4más.
En Loma del Gato, Silvestre Savignón tomó el poblado y lo
incendió; en La Lombriz (Mayarí Arriba), se levantó en armas el comandante
Benigno Ferié; en San Luis, José Camacho (el negro) y Bernardo Camacho
Olasegástegui. Manuel La O Jay se fue con más de 12 compañeros a la campiña de
Palma Soriano, en cuya cabecera una docena de jóvenes tiroteó el cuartel de la
ciudad, para ir a incorporarse a otro grupo más numeroso de la zona.
Como parte de esa gesta patriótica extraordinaria de los
orientales, se dio el pronunciamiento más numeroso de todos: el toda la comarca
de El Cobre, con poco más de 512 hombres en total, encabezados por Alfonso
Goulet, Joaquín Planas, Martín Torres, Rafael Portuondo, los hermanos Diego y
Rafael Palacios Mesa, así como Vidal y Juan Eligio Ducasse Revé, entre otros, y
que comprendió varios levantamientos, más o menos simultáneos, en esa serranía
al oeste y al noroeste de Santiago de Cuba.
Y todos esos actos heroicos –repetimos-, bajo el mando
supremo del mayor general Guillermón Moncada Veranes, escapado de las garras
policiales españolas desde días antes del 24, con varios hombres a su lado, y a
pesar de estar en franca etapa mortal de
la tuberculosis que años ha sufría.
Sin recursos suficientes para guerrear, sin grandes
posibilidades militares efectivas –por la enfermedad de Moncada-, colmados de
elementos bisoños, perseguidos por columnas enemigas del general Lachambre,
acosados por “criollos pacificadores” del gobernador Capriles, que hicieron
cuanto fue posible para regresarlo al orden colonialista; guerrilleando u
ocultos del enemigo, los 1 500 a 2 000 combatientes orientales resistieron la
doble embestida del poderoso oponente; aunque presas –es también verdad- de la
incertidumbre, ante la ausencia de los grandes jefes militares
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