Admitamos esta aseveración tan inobjetable como dolorosa:
la Revolución del 68 jamás pudo superar las diferencias internas con las que
nació. Por el contrario, tales divergencias fueron el abono perfecto que halló
la exitosa estrategia española de pacificación, que trajo al panorama
insurreccional cubano el colmo de sus contradicciones: el Pacto del Zanjón y la
Protesta de Baraguá…
Es decir: por un lado, quienes, desde el Camagüey y Las
Villas –salvo pocas excepciones- arriaban las banderas de la independencia, de
la abolición de la esclavitud y de la libertad, a cambio del “perdón”, de una
compensación monetaria, la compra de sus medios de guerra, la devolución de sus
bienes embargados y exoneración de impuestos por reasumir la explotación de sus
tierras. Por el otro, los orientales, que juzgaron infame ese trato, no solo por
haberse hecho a espaldas suyas, sino porque daba al traste con aquella justa y
heroica gesta del pueblo cubano, sin obtener por ello nada sustancial para la
causa ni para el país.
Imbuido por sus extraordinarias victorias militares en
Pinar Redondo, Vega Sucia, Juan Mulato, San Ulpiano, Tibisí, Cambute y
Guantánamo, entre noviembre de 1877 y febrero del 78; trastornado por la miopía
de quienes no distinguían el evidentísimo signo de debilidad en el afán español
de concretar negociaciones de paz, e indignado por la deslealtad de quienes
pactaron con el enemigo a espaldas del
denuedo, del anhelo y las vidas mismas de los orientales, se entregó el general
Antonio Maceo a las más intensas, sagaces y patrióticas tareas que entonces
Cuba podía reclamar.
Por un lado, se dedicó a contrarrestar la publicidad de
los jefes colonialistas sobre la “paz”, “el perdón” y “el olvido”, y de toda
posibilidad de influencia, de posible contagio, de los “zanjoneros” sobre sus
fuerzas. A aquellos y a estos, respondió con modulados y firmes mensajes. A los
altos jefes españoles, a los generales José Galbis, Enrique Bargés, Tomás
Ochando y el mismísimo comandante supremo del ejército español, Arsenio
Martínez Campos, cuyas cartas contenían disimuladas advertencias, con
respuestas tan altivas como esta: “El futuro como el pasado será el mejor
testigo”, señal de su fe en el triunfo, factible con el “resistir
indefinidamente”… A quienes desde el campo propio cejaron en la lucha, se
avinieron al pacto y le pidieron encuentro para inútiles explicaciones,
contestó: “en el concepto de que [la
entrevista que usted solicita] fuera para descansar su conciencia del peso
que a estas horas debe abrumarla, la Patria tendrá oportunamente, y acaso en no
lejano día, su tribunal donde le será fácil hacerlo.”
Se dio a la labor, además, de conseguir el apoyo cabal de
su tropa, y así consiguió el respaldo de todos sus jefes subalternos, sin
excepciones…
Mandó comisiones a los líderes mambises de cada comarca
de Oriente, con cartas respectivas para los mayores generales Vicente García, a
Francisco Javier de Céspedes, Manuel Titá Calvar, a Modesto Díaz y a Luis
Figueredo para concordar y adoptar las decisiones pertinentes, ante la gravedad
de los acontecimientos. Sólo los dos últimos desatendieron el llamado.
Ejemplos de esta
labor, el 27 de febrero de 1878, al coronel Fernando Guevara le dice:
“En breve, Oriente habrá
decidido de su suerte; si se inclina a la paz, puede obtenerla honrosa y a
todos provechosa; y si no, estará en estado de continuar una lucha en que,
favorecidos por mil circunstancias, pueda o alcanzar el triunfo o hacerla
interminable.”
Y, también, la que dirige al mayor general Vicente
García, el 5 de marzo de 1878, en la que vuelve a tocarle “el punto del honor”,
al decirle que las fuerzas de Bayamo y de Cambute habían calificado lo pactado
en Camagüey como “rendición deshonrosa”, sin que “el honor de nuestras armas,
los intereses de todos, la sangre derramada que debió fertilizar una idea, y
por fin nuestras gloriosa tradición de diez años fuesen suficientes a
contrarrestar con algunos intereses particulares y con la venalidad de otros”.
Además califica la actitud del Camagüey como egoísta y,
en ese momento, de deshonrosa y cobarde; mientras que por el contrario, oriente
está dispuesto a continuar la lucha, si no cambian las condiciones para una
transacción.
Finalmente, le aconsejó al general García trabajar
incansablemente por levantar el espíritu de los villareños utilizando todas las
vías de comunicaciones posibles e indicando el propósito de crear una junta
patriótica para liderar los asuntos de ese departamento.
Simultáneamente, logró una entrevista con el jefe del
ejército español en Cuba, con propósito –de acuerdo con los jefes y oficiales
orientales- para obtener una “suspensión de hostilidades por un plazo que diera
lugar a la reunión de las fuerzas a mi mando”, que se encontraban entonces
distribuidas por todo el territorio de Oriente.
La célebre entrevista tuvo lugar a las 8 de la mañana del
15 de marzo de 1878, en la cual, si bien los cubanos fracasaron, al no obtener
ninguno de sus dos propósitos: la tregua y proposiciones más honrosas de paz, consiguieron
un indiscutible reconocimiento español y concertarse los protestantes
–presentes o no en Baraguá- para continuar la guerra y hacer todo lo que
humanamente les fue posible para conseguir los grandes ideales que los llevaron
a la manigua redentora.
Después de aquel salto a la fama, Maceo dirigió sus
bríosa las ciudades orientales y hacia las emigraciones cubanas en Jamaica y
los Estados Unidos, en busca de la ayuda necesaria, sin súplicas –en vistas de
las veleidades y negativas de muchos de sus prohombres-, con la clara
advertencia de que, con ese auxilio o sin él, continuarían en su puesto, pero
indicando la responsabilidad del exilio por el destino de aquel inmortal gesto.
Como se sabe, al exterior escribió tanto a Manuel y Julio
Sanguily, como a otros patriotas recabando la ayuda necesaria, pero en términos
de una dignidad muy elevada, como apunta en carta al segundo, del 25 de marzo
del 78:
“Réstame saber si usted y toda la emigración
cubana, están dispuestos a salvar nuestros principios y honra; pero si lo están
¿de qué modo y a qué se comprometen?, para que si recibimos por contestación la
negativa de ese apoyo y cooperación moral y material entonces poder contar
nosotros únicamente con nuestra rectitud de principios y nuestro propósito de
perecer o salvar siquiera la honra.”
En cuanto a la organización interna de los separatistas,
obtuvo la promulgación de una Constitución sin el lastre de órganos y leyes
superfluos, pero que dio vigencia a las leyes básicas de la
institucionalización republicana, y con respecto a la colocación de los
hombres, su aguda y certera apreciación de cada jefe, dio ubicación a cada uno
conforme sus idoneidades, méritos y aprecios de las tropas.
En carta al general Calixto García, el ex presidente
Tomás Estrada Palma, desde su prisión escribió con mayores elogios sobre todas
estas medidas de Maceo, tras Baraguá, y agregó:
“[…] entre tanto Maceo, como
jefe de Oriente, a cuyo territorio pertenecen la mayor parte de las tropas
existentes hoy en la República, viene a ser el verdadero Jefe de la nueva
situación, no solo por esa circunstancia, sino porque de justicia corresponde a
él principalmente la gloria de haber salvado la nave, próxima a hundirse. Su
dignísima actitud, su resolución enérgica, su activa diligencia y su ardiente
patriotismo han encauzado de nuevo la Revolución, con probabilidades de
desarrollo.”
Aún, muchos años después de tan heroico y glorioso
proceder, el venerable patriota cubano Juan Arnao, desde sus Páginas de
Historia de Cuba, escribiría para la posteridad:
“[…] brotó como luz de las tinieblas el héroe
Antonio Maceo. Este hombre extraordinario atrajo la admiración del mundo…Aquel
procedimiento noble, altivo y absoluto, fue preconizado en miles de periódicos
de la Unión Americana, insertando con caracteres sobresalientes: ‘El general
Antonio Maceo ha salvado la honra de los cubanos’. “
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