Lo que hizo
España colonial para
eliminar a
su más grande enemigo
Hay un modo
en extremo sintético, con el que se podría evadir la muy redituable, pero
también muy exigente manera de estudiar la obra y las muchas formas de que se
valió Antonio Maceo Grajales para expresar su pensamiento; una manera insólita
y sencilla –si se quiere- de poder apreciar la real dimensión, la verdadera
significación de su importante personalidad: que es seguir las huellas de
cuántas veces –frutos siempre de planes macabros- intentó el gobierno colonial
español sobornarlo, matarlo y desacreditarlo.
Es algo que
se puede decir como afirmación absoluta: ningún cubano de su tiempo, ninguno de
los líderes separatistas cubanos de
aquellas lides patrióticas sufrió tantos
designios para anularlo de la contienda, incluso de cualquier forma.
En efecto,
en el lapso de sus casi 30 años de lucha por la independencia patria, la
abolición de la esclavitud, la libertad, la igualdad y la fraternidad de todos
los hombres, el general Maceo –a la luz de los hechos- fue el más importante
objetivo de los planes de la
España colonial para quitarse de encima a sus adversarios.
Nunca –que se recuerde, en la historia nacional al menos- se ensayaron contra
un hombre tantos esfuerzos por ganárselo lo mismo con ofrecimiento de dineros
que con derroche de halagos; jamás tantos conatos reclamaciones a gobiernos
extranjeros, de eliminación física y -ante el reiterado fracaso de tales
maquinaciones- de infamarlo, de excluirlo moralmente de su puesto entre sus
seguidores…
Sin alardes,
con su sencillez de hombre llano y limpio, despreció varios intentos españoles -abiertos y
solapados- de comprarlo, desde que, en 1870, el general Valmaseda aupó la
estúpida idea de enviarle una propuesta de 50 onzas oro para que,
cuando menos, desertara de la insurrección, y pasando por las ofertas
indirectas del general Martínez Campos, antes y después del Pacto de Zanjón, y
la de los cónsules españoles en Kingston, Puerto Príncipe y Santo Domingo, y
otros, delirios del mandante en el Departamento Oriental de la Isla de Cuba, el general
Camilo Polavieja. De ahí que dijera: “Ese
hombre no recuerda, sin duda, que yo, por despreciar gruesas sumas [de dinero]
que en esta época pude percibir del Gobierno de España, me encuentro hoy pobre,
pero con la frente altiva dondequiera que me presente.”
Las
andanadas de elogios a su personalidad, provenientes de los más encumbrados
personajes del campo enemigo – y que, como a cualquier mortal, debieron
causarle inicial halago- las asumió con absoluta indiferencia, al cabo, gracias
a alimentar en él la sencillez y la modestia.
El miedo
–nada gratuito, por cierto- que inspiraba a las autoridades coloniales llegó a
ser tal, que no sólo se ensayaron esas prácticas ya descritas, sino también
otras radicales en extremo: reclamos de expulsión y, en menor medida, de
alejamiento de las costas que daban hacia Cuba, a los gobiernos de Jamaica,
Haití, Santo Tomás, Isla Gran Turquía, según hace constar al recién electo
presidente de Honduras, Luis Bográn, el 28 de noviembre de 1883, a quien, de modo
similar -como posteriormente, al gobierno de Costa Rica- el gobierno español
extendió esos reclamos…
“El gobierno español me ha dado
siempre la importancia que nunca he tenido en los acontecimientos políticos de
Cuba”, le dice al
propio mandatario centroamericano; resumen que incluía en su apreciación no
sólo los amagos de sobornos, los reclamos a diversos gobiernos para
extraditarlo u obstaculizar cualquier movimiento suyo hacia Cuba, y las reiteradas
ponderaciones de sus cualidades, sino, también, lo que con mayor y
esperanzadora contumacia ensayaron los gobernantes coloniales españoles contra
Antonio Maceo fue el intento de magnicidio.
Así fue: en
julio de 1870, cuando sólo ostentaba los grados de teniente coronel del
Ejército Libertador, pero en que ya compañeros y oponentes hacían lenguas de sus
notables éxitos militares, además de que quisieron comprar su lealtad –como ha
quedado dicho en líneas anteriores-, enviaron a la zona de operaciones de
Majaguabo (hoy municipio santiaguero de San Luis) a un sujeto nombrado Manuel
Hechavarría, para asesinarlo. Con igual destino, en 1874, sacaron del presidio
a José de las Mercedes Colás, con oferta de libertad y dinero por matarlo.
Asimismo,
en 1879, en la vecina Haití, el gobierno colonial de la Isla de Cuba urdió un macabro
plan, con varias tramas asesinas, que podríamos “Conspiración de Antonio Fierro”
(nombre del cónsul español en ese país que la dirigió), la cual contó con la
participación los denominados generales dominicanos (“baecistas”) Díaz y
Antonio Pérez y 7 individuos más (por 500 pesos oro, por matar a Maceo, y 560,
por capturarlo), así como con numerosos marines del buque de guerra español
“Guadalquivir”, surto en la rada de Puerto Príncipe, que hasta tuvo la anuencia
del presidente haitiano Salomón, quien –malhumorado por salir ileso Maceo y
haber generado inmensa simpatía en el pueblo- decretó la prisión del Héroe
cubano, que este pudo evadir con su salida clandestina del país.
No cejaron
en el empeño los jerarcas colonialistas: en 1880, dieron a José R. Vardespino
la misión de asesinar al general Maceo, aprovechando su inclusión entre los
expedicionarios de este jefe que iban a invadir las playas de Cuba, cuyo designio
se frustró porque, cuando el asesino hundió el cuchillo al ocupante de la
hamaca del líder separatista, resultó que no era éste el que estaba descansando
en ella, sino el teniente coronel dominicano Deogracia Martí, quien resultó
herido en el trance.
Tampoco el
fiasco les disuadió, y lo intentaron, días después en Islas Turcas, en grande:
cuando empeñaron en su proyecto a un comando de infantes de marina del “Blasco
de Garay”, en una acción armada nocturna; intento que se derrumbó porque
–apercibido de la maniobra- Maceo preparó una emboscada, y el ataque fue
severamente rechazado, con importantes pérdidas para el comando español. Por
cierto, que fue –hasta donde sepamos- la única vez que Maceo tuvo un combate
fuera de Cuba.
Aún, en ese
propio año de 1880, hubo sendos preparativos para ultimar a Maceo en Santo
Domingo y Puerto Plata (República Dominicana), que la perspicacia de Maceo y el
celo de las autoridades amigas de ese país impidieron que se consumaran. Un año
después (1881), sería en Kingston (Jamaica), donde igual se malogró la empresa
asesina, o como él había calificado el asunto: “[...] la mezquina idea del
exterminio del individuo, como si con su muerte se arrancara la idea infiltrada
en el corazón y en la conciencia de una sociedad”.
Decayeron
las diligencias separatistas de invadir a Cuba y, cuando se reanudaron (Plan
Gómez-Maceo de 1884-1886), fueron lo bastante reservadas, algo que –sumado al
hecho de residir en Honduras, donde eran bien vistos- alejó del panorama el
plan de asesinato contra el Héroe de Guantánamo, Rejondón de Báguano, el
Zarzal, Santa María de Ocujal, Invasión a Occidente, San Felipe y Cayo Rey,
Invasión a Baracoa, Juan Mulato, San Ulpiano y Mangos de Baraguá.
Sin
embargo, tan pronto como se reanudaron los esfuerzos más serios por
independencia, en el primer lustro de los años de 1890, los españoles retomaron
sus objetivos magnicidas contra Maceo, con tres intentos muy graves: uno en el
camino de Nicoya a Puerto Limón, donde –desde una espesa foresta- hirieron de
un disparo la cabalgadura del general, pensando que él la montaba en esos
momentos; luego, el 10 de noviembre de 1894, en el conocido episodio, a la
salida del teatro Novedades, de San José, cuando escribió a Martí: “Turba española hirióme la espalda, estaré
pronto bueno”, y cuando –defraudados por no haber logrado su muerte-
intentaron envenenarlo.
No
pudieron. Las previsiones del general, el apoyo de sus amigos y seguidores;
muchas veces la actuación de las autoridades de varios países y -¿por qué no?- la
suerte estuvieron a su favor…
Pero la
carta no fue desechada del todo. Incluso después de iniciada la guerra; después
de la exitosa Campaña de Oriente y de la no menos triunfante Invasión a
Occidente, el más alto personero en funciones del régimen colonial español, el
señor Antonio Cánovas del Castillo, presidente del Consejo de Ministros; es
decir, la más alta representación del Gobierno metropolitano, dio una no muy
velada orden de matar al gran enemigo –y no sólo a él-, cuando dijo, poco más o
menos así: “Basta dos balas para acabar la guerra de Cuba”. Una era dirigida al
General en Jefe de los insurrectos, Máximo Gómez Báez; la otra, por supuesto,
para el lugarteniente del Ejército Libertador, Antonio Maceo, el hombre que burló
la muerte tantas veces en el combate –con 31 heridas de balas anteriores, según
mi cuenta-, el hombre que chasqueó en muchas oportunidades las prisas españolas
por asesinarle, el hombre que víctima de los disparos 32 y 33 que recibió, en medio
de una verdadera escaramuza, cayó mortalmente herido, el 7 de diciembre de
1896, hace ya 115 años.
Solicitud a los lectores:
Si lo desean, pueden enviarme sus
comentario, sobre este u otros trabajos aquí publicados –los juicios que
entiendan convenientes- a la siguiente dirección: joelnicolas230247@yahoo.es, pues
hasta ahora nos ha sido imposible recibirlos en el apartado correspondiente del
blog, por dificultades de configuración, iguales a las existentes para hacerse
miembro…Anticipadamente, ¡gracias…!
No hay comentarios:
Publicar un comentario