Martí fue
un hombre de muchas glorias, de cada una de las cuales podría escribirse, por
lo menos, un enjundioso libro…
Del Martí
poeta, en efecto; del Martí periodista, del político, del americanista, del
antimperialista, del antirracista, del republicano, del liberal y del demócrata, de sus ideas
filosóficas, de su filiación familiar, de sus relaciones humanas, de sus
tormentas y prevenciones, del patriota y del revolucionario; en fin, de cualquiera
de sus múltiples facetas –no obstante ser indivisibles en su vida- podría
hablarse abundante y prolijamente.
Sin embargo,
por encima de lo que el interés personal estime superior, entre las muchas
grandezas martianas, numerosas pudieran ser de igual importancia, pero ninguna
parece más inmensa y útil que aquella que resume sus pensamientos para educar
al hombre en la virtud, al hombre necesario, no sólo para las grandes
contingencias naturales o sociales, sino para la cotidianidad del país,
especialmente para construir la verdadera civilidad y el genuino progreso de la
nación.
Porque, en
realidad, todas las grandezas martianas se pudieran juzgar, también, como
instrumentos para llegar e incidir en un grande objetivo: el hombre, el hombre
en sus deberes, el hombre en sus derechos; en fin, el hombre, que para él era -mucho
más que un mero ser- un producto arduamente conseguido, trabajosamente forjado,
que define bien con las siguientes palabras: “La difícil carrera del hombre”;
es decir, el individuo que aprende, en complejo y progresivo lapso, a ascender
por la estrecha, riesgosa y extenuante vereda de la vida, para saber mirar
desde las alturas “con entrañas de humanidad”.
Así pues, con
plena certeza de la hondura de su pensamiento, dijo al respecto: “Grandeza es
ofrendar hombres generosos y mujeres puras”, porque pocos hombres de su tiempo,
y de las generaciones que le siguieron, se percataron tanto, de que
todo verdadero adelantamiento humano pasa, primero, por la posesión y ejercicio
de las virtudes, que no eran ingenuidades románticas para él, sino condición
básica para la elevación de la persona humana y de los pueblos civiles.
Y en estos
tiempos de aberrada materialidad, de hedonismos vulgares y de no poca desidia,
esta debiera ser la más importante verdad que hay que decir, cuando se hable de
Martí, a riesgo de que parezcamos mojigatos, o se
nos quiera calificar de tal.
“Tengo fe
en el mejoramiento humano, en la vida futura, en la utilidad de la virtud”,
dijo en su presentación del “Ismaelillo”, con plena revelación de tan
trascendente credo.
Ahora bien,
quienquiera que revise con calma los escritos de nuestro Héroe Nacional, encontrará
abundantísimo arsenal de máximas, consejos, urgencias, argumentaciones que asientan
la importancia de que cada HOMBRE sea dueño del sentido del decoro y del
cumplimiento del deber, de la honradez, de la honestidad, de la franqueza, la
espiritualidad, la laboriosidad, la sensibilidad con el dolor ajeno, el sentido
del bien y de la utilidad públicos, del amor y del valor, entre otras sustanciales
cualidades, como base de la propia dignidad personal, y que vienen a ser como
exigencias martianas para todo cubano –digo concretamente- y para todas las
épocas.
“En el
mundo ha de haber cierta cantidad de decoro como cierta cantidad de luz […]”,
“El deber de los hombres está allí donde es más útil”, “La patria es agonía y
es deber”, “Trabajo santo, santo trabajo”, “Libertad es el derecho que todo
hombre honrado tiene a pensar y hablar sin hipocresía”, “La política virtuosa
es la única y durable”; dijo entre una
infinitud de pensamientos a favor de las virtudes, imposibles de relacionar en
un trabajo como este.
Quienquiera,
asimismo, que se asome a su monumental obra documental, le será fácil hallar no
menos juicios fustigando defectos y vicios, tales como: el egoísmo, el odio, la
vanidad, la soberbia, la impudicia, el abuso, la adulación, las dobleces, la
cobardía, la indecisión.
Nos habló
del egoísmo, como mancha del mundo, y del desinterés, cual sol, y nos dejó
sentencias imposible de obviar, como fueron: “Odiemos al odio”; “En la médula
está el vicio: en que la vida no va teniendo en la tierra más objeto que el
amontonamiento de la fortuna […]”, “No es un hombre honrado el que desee para
su pueblo una generación de hipócritas y egoístas.”, “Duele ver a un pueblo
entero, en quien el juicio llega hoy adonde ayer el valor, deshonrarse con la
cobardía o el disimulo.”, “Aplazar es nunca decidir.”, y así –par sólo señalar
esas-, una innumerable cantidad de frases tremendas, de hondura entrañal…
No hay
temor más justificado que aquel que vislumbra a los héroes, como José Martí,
convertidos en adornos de piedras, en placer de evocaciones estereotipadas y
alabanzas inanes; lejos de la utilidad de su pensamiento y de su obra, a
distancias siderales de su imitable ejemplo. Porque los héroes no sólo nos
deberían servir para elevar la autoestima de los pueblos, sino para traerlos
frecuentemente a los desafíos de la cotidianidad, a las batallas constantes que
cada individuo debe librar para hacerse hombre -o mujer- cabal, persona de
bien, buen ciudadano.
Y, en estos
tiempos, en los que estamos reclamando el rescate de valores y la reprobación
social a los desenfrenos, traernos a Martí, para residenciar con él ante
nuestras propias conciencias –y no para citarlo espectacularmente- nos parece
demanda de urgencia, imprescindible; el mejor tributo a su memoria, en un
aniversario de su natalicio.
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