Radicales y moderados en el
Movimiento negro en Santiago de Cuba
El 14 de diciembre de 1799,
una Real Cédula dio a centenares de negros de la villa de El Cobre, no sólo la
ratificación de su condición de hombres libres y de la posesión de las tierras
que usufructuaban de antaño; sino, además, “la noble y generosa
clase de Españoles”. Más aún: allanó el camino para el acuerdo de la Diputación Provincial
de establecer en dicho poblado –al amparo constitucional y “para su mejor
gobierno interior”- un ayuntamiento, “compuesto de alcaldes, Regidores y
Síndicos […]”.
Fue un acto verdaderamente
reparador, fruto, en parte, de la justicia metropolitana española, pero, sobre
todo, de más de 120 años de lucha –con laureles y reveses- de aquellos negros que en 1677 se sublevaron por primera vez, para oponerse al
desalojo y al sometimiento esclavista.
No veo otro momento igual. Aquel acontecimiento significó, de facto, tres cosas muy importantes para aquellos hombres de tez oscura: una, el reconocimiento –después escamoteado y olvidado- de su calidad de seres humanos, iguales en teoría –en tanto “españoles reconocidos”-, a los demás habitantes libres; dos, la elevación en la autoestima del llamado hombre de color, al menos en ese territorio; y tres, muy especialmente, la validación de la lucha radical, para enfrentar la esclavitud y obtener los derechos básicos.
Verdad es que, hasta muchas
décadas después, no hubo conquistas tan espectaculares para los negros de la
jurisdicción santiaguera; pero, a partir de aquel entonces, fueron más
frecuentes que antes las “escapadas hacia la libertad” (cimarronaje); los asaltos a propiedades rústicas, en busca de recursos; y las defensas armadas de
los palenques frente a rancheadores y comisionados.
Por otra parte, la revolución
industrial, más la lucha contra la trata de esclavos y la esclavitud misma, fueron
dando nueva dimensión al problema negro y, condicionando una nueva estrategia
para la lucha de los hombres de color, tanto esclavos como libres.
El bando del abolicionismo,
igual se fue ampliando, cada vez más, con numerosos y notables hacendados y
profesionales, otrora esclavistas -y/o defensores de ese infame modo de
explotación humana-, haciendo que abolición e independencia fuesen, cada vez
más, causas comunes, en las cuales tuvieron que comulgar tanto blancos como negros
libres y esclavos.
De modo que el movimiento
reivindicador negro –muy tempranamente en la jurisdicción santiaguera- encontró
en la revolución separatista el cauce natural por el que debía fluir la lucha
por su libertad y por sus derechos naturales, sociales y políticos.
No es casual, por tanto, ver
en Santiago de Cuba a varios negros –encabezados por Petrona Sánchez-
integrados, en 1848, al grupo conspirativo del licenciado neogranadino Juan
Eulalio Godoy; o a Quintín Banderas, “y otros de su clase”, en los complots de 1849 a 1851, liderados por
los Valiente, Cisneros Correa y Duany Repilado.
Que no es casual, lo
demuestran, también, las dos grandes conspiraciones negras –con presencia
blanca demostrada- de 1864, en El Cobre, y de junio de 1867, en ese partido,
Palma Soriano y la ciudad de Santiago de Cuba, cuyas cabezas visibles fueron
Carlos Rengifo, Fernando Guillet y Miguel Betancourt, la cual concluyó con el
apresamiento de más de 300 integrantes, sublevados luego en la cárcel
santiaguera, el 9 de octubre de 1867, y
cuyo epílogo fue la fuga de algunos de ellos, su asesinato, más tarde –¡vaya
ironía!-, por varios esclavos de las haciendas donde se escondieron; y un
juicio sumarísimo, en el que un consejo militar condenó a fusilamiento y a
mayores penas de prisión a otros participantes del motín.
Se entiende, entonces, por
qué la revolución del 68 contó desde sus preparativos y liminares de la guerra
con la presencia numerosa de los hombres de color, libres y esclavos, quienes
vieron en la contienda la oportunidad ideal de alcanzar libertad y derechos, y
se dieron con mucha vehemencia a conquistarlos.
No resulta ocioso
reconsiderar la trascendencia de aquel cataclismo bélico para el hombre negro,
y especialmente –permítaseme significarlo- para los negros del territorio
santiaguero.
Digamos, en primer lugar: la
esclavitud, desacreditada en su criminal, abyecta y ridícula justificación, e inservible,
por su ineficiencia económica; sostenida sólo por los exponentes más logreros y
retrógrados de la sociedad, y que ya venía extinguiéndose lenta pero
progresivamente -por caritativas manumisiones graciosas de algunos amos, o
compradas por los propios esclavos-, sufrió un mortal resquebrajamiento con la
libertad masiva, unas otorgadas por propietarios revolucionarios, antes y
después del gesto de Céspedes en La Demajagua , y más numerosas aún, cuando hubo que
reconocer libres a los esclavos mambises, al término de la campaña.
En segundo lugar, el hombre
de color conquistó un reconocimiento extraordinario, al amparo de haber
concluido la contienda asumiendo el mayor número de la plantilla del Ejército
Libertador, así como de buena parte de su jefatura subalterna y oficialidad, y aun de la cúpula combatiente, con gran
protagonismo en tan longa y cruenta guerra, durante la cual mostró gran
talento, afanes de superación cultural, civilidad moderna y justa, nivel de
convivencia armónica con otros grupos raciales, especialmente con los blancos,
y gran amor a Cuba. Los momentos más altos de
tal distinción –podría decirse- fueron el juicio de enaltecimiento que hizo de
Antonio Maceo el mismísimo general en jefe español Arsenio Martínez Campos, y
más aún su entrevista con los dos más altos jefes pardos de la Revolución : Manuel Titá
Calvar Oduardo y el propio Antonio Maceo Grajales, el 15 de marzo de 1878, en
los Mangos de Baraguá.
Por supuesto, estos hechos multiplicaron
la autovaloración de la mayor parte de la “clase de color” a una altura casi sideral. Pero tamaño reconocimiento
en incrementada autovaloración del negro, trajeron aparejados, también, un redivivo
racismo visceral y prevenciones viejas y nuevas por parte de muchos blancos
–presos de falsos y deletéreos preceptos sobre el negro-, incluidos no pocos
miembros distinguidos del independentismo.
DOS LÍNEAS DE LOS REINVINDICADORES
NEGROS EN SANTIAGO
No me atrevería a decir que
no lo hubo antes, ni que sólo se dio en esta zona del país; pero se puede ver
claramente que, a partir de todas esas consecuencias positivas que trajo la Guerra Grande para el hombre
negro, en Santiago de Cuba –cuna de la mayoría de los grandes protagonistas
mambises de esa raza, y donde la instrucción primaria pública del negro fue, al
menos, notable desde 1839, por obra de Juan Bautista Sagarra, el más grande héroe civil de la
ciudad, en todos los tiempos- cobraron fuerza inusitada
los prejuicios, el odio y, con renovada vigencia, las tesis racistas contra el
hombre de color; todo manipulado por las autoridades españolas del Departamento
Oriental; pero en los que también coincidieron muchos blancos separatistas; digamos:
“el negro como ser inferior al blanco”, “creado por Dios para servir al
blanco”, “su naturaleza proclive”, “sus afanes para cobrar revancha contra los
blancos”, “hacer una Cuba africana” y otros absurdos, muy digeribles en aquel
ambiente.
No bastaba con dividir a
blancos y negros; el funesto general Camilo Polavieja, desde los recovecos de
su alma torcida y temerosa, promovió, asimismo, la de los pardos y morenos.
Así, en enero de 1879, promovió la disolución del Casino Popular de Santiago de
Cuba, en el que se recreaban, superaban, compartían ideas y razonaban, negros y
mulatos, bajo el liderazgo de Néstor Rengifo, Pedro Antonio Domínguez, José
Teodoro Prior, José Agustín Lafourié, Rebollar, Emiliano Lino Gómez, Francisco
Audivert Pérez y Lucas Mesa, de lo más culto y esclarecido, entre la “clase de
color”, en la sociedad civil de Santiago de Cuba. Disolverlo, en fin, para
dividirlo en una sociedad de pardos, y otra para morenos.
No resultó sencillo, pues
hubo fuertes discusiones, especialmente entre Lafourié, que apoyó la separación,
y Mesa, que la fustigó e intentó demostrar su inconveniencia. Pero, a la larga,
tampoco fue tan complicado lograrlo…
Fue el malvado genio de
Polavieja, además, el que orquestó esa “propaganda atrabiliaria” –como la
calificó Maceo, a la sazón-, que propagó la falacia acerca de que los hombres
de color –bajo la conducción de los Maceo, Guillermón, José Medina Prudente,
Pepillo Pereira, Lacret, Quintín, Garzón y otros- preparaban una guerra de
razas, para practicar horrenda venganza en contra de los blancos, y que
procuraban instaurar una república negra, para unirla a Haití, en una supuesta
confederación.
Fue ese general carnicero
quien cribó la revolución del 79 de los jefes blancos, para, justamente,
hacerla aparecer como obra de los negros; quien llevó a cabo una horrenda
represión contra civiles en los campos orientales, quien –de acuerdo con el
capitán general- traicionó las capitulaciones establecidas con Guillermo
Moncada y José Maceo, se burló de los cónsules garantes (de Estados Unidos,
Francia e Inglaterra), apresó a cientos de mambises en alta mar, y los mandó
sometidos a prisiones españolas en la costa norte africana y del Mediterráneo.
Fue él mismo quien asesinó a decenas de negros y mulatos y deportó a más de 300
hombres de ellos –sin vínculos evidentes con la Guerra Chiquita- hacia Fernando
Poo y las prisiones del norte de África, y quien, con experticia cirujana,
seleccionó a sus principales adalides para asesinarlos (Rengifo y Rebollar,
entre otros) y para deportarlos, como lo hizo con Prior, Domínguez y Mesa.
Estos dos últimos, los únicos hombres de color miembros de la Junta Directiva del Partido Liberal
de Santiago de Cuba, en 1878, y fallecidos ambos, precisamente, en 1881, en
Ceuta, durante la deportación.
Lo peor de todo es que,
persuadidos –o confundidos- por aquella propaganda infame…no se alzó en la
jurisdicción ninguna voz señalada de rechazo a tanta sevicia. Parece acertado afirmar que
la generalidad de los pardos y morenos santiagueros se percataron, desde aquel
entonces, de que la batalla por la plena libertad y el goce de todos los
derechos del hombre negro, iba mucho más allá de la lucha por la independencia del
país; esto es: también contra el racismo y la discriminación racial.
Imbuidos por la razón que
les asistía, por la cuota de sacrificio aportado a la causa patriótica común
(más después de la Guerra
del 95) y por contar con la pertenencia -o simpatía- de los principales líderes
del separatismo y de la futura república, y de gran número de jefes y oficiales
negros en el Ejército Libertador-, tenían la absoluta convicción de que
merecían esa libertad y todos esos derechos, y si se les privaba de ellos, los
reclamarían –y aun los conquistarían- por la fuerza.
Exiguo fue, sin embargo, el
número de quienes se dieron cuenta de que, en el entramado de la sociedad
cubana, el enfrentamiento racial -aunque le asistiese toda la razón a una de las
partes- iba a ser el peor de los males para la nación, para la república que se
iba a instaurar, y para sus habitantes todos; que los blancos no debían
intentar someter al negro, ni podían eliminarlo de la faz del país; y que ni
los negros más locos o aviesos podían siquiera pensar en una Cuba negra, o
donde tuviera preponderancia el negro, y que, incluso, la “clase de color” –lo
mismo por carencia de recursos que de preparación, así como por otras
circunstancias nada despreciables- no estaba en condiciones de forzar a la
clase dirigente del futuro país a otorgar y garantizar el ejercicio de todos
los derechos del negro.
Mínimo, pues, el número que
pudo prever que la verdadera batalla de la raza, no era ya sólo la
independencia y el rechazo al racismo y la discriminación racial, sino que,
igual habría que librarla dentro de la propia clase de color: con la elevación
del hombre negro, por medio, principalmente, de su propia y múltiple
superación, ganándole al racismo espacio tras espacio, en la sociedad cubana.
Así pues, el movimiento
reivindicador del negro se vio en el territorio santiaguero –en otros sitios
también, por supuesto- abocado ante dos tendencias, dos corrientes: la radical
y la moderada.
Un factor que favoreció para
algunos la prelación por la corriente más tajante, fue el fin de la Guerra de 1895-1898, en
cuya epopeya –conjuntamente con muchos héroes blancos- llegaron al pináculo de
la gloria muchos representantes de la raza negra, mártires y sobrevivientes;
tales como: los hermanos Antonio y José Maceo Grajales, Guillermón Moncada
Veranes, Jesús Sablón (Rabí) Moreno, los hermanos Agustín, Juan Pablo y José
Candelario Cebreco Sánchez, Pedro Díaz Molina, José Francisco Lacret Mourlot,
Quintín Banderas Betancourt, Vidal y Juan Eligio Ducasse Revé, Florencio
Salcedo, José González Planas, Alfonso Goulet, Luis Bonne, Prudencia Martínez
Hechavarría, Victoriano Garzón, Manuel La’O Jay, Pedro Ivonet Dofourt, José
Francisco Camacho Viera, Guillermo Pérez, Valeriano Hierrezuelo, Alfredo
Despaigne, José Dolores Asanza Millares, Ramón Risco Cisneros, Evaristo Lugo,
Lorenzo González, Juan de León Serrano, Félix Ruenes y tantos otros, generales
y coroneles que harían una lista casi interminable.
Esa gran ofrenda patriótica
reforzó su creencia de que Cuba libre, soberana, republicana y democrática
haría justicia a la raza negra, favoreciéndola con el ejercicio de todos sus
derechos. No fue así: se alcanzaron
unos; muchos otros, no; algunos negros llegaron más alto y más lejos; otros
quedaron en el subsuelo y hasta retrocedieron; como fueron los casos de
centenares de mambises –“de color”, en su inmensa mayoría-, que beneficiados en
1878-79, cuando la “mensura que hizo Guillermón”, y por otras entregas-, con el
usufructo de algunas parcelas, padecieron desalojos y retaliaciones de geófagos
y del gobierno.
Los ejemplos son numerosos:
decenas de vecinos del El Dorado, Palma Soriano (1903); de la familia del
capitán y mártir invasor Anselmo Cáyamo, a la entrada de El Cobre; de los
vecinos de San Leandro, que sufrieron las usurpaciones del integrista Cástulo
Ferrer, entre 1878 y 1895, y de los Almeida, en los liminares de la república; los 200 veteranos mambises del propio El
Dorado, Santa Bárbara y Monte Dos Leguas, liderados por el coronel Nicolás
Lugo, que tuvieron que enfrentar los intentos de desalojo, en 1911, como lo
estaban haciendo otras decenas de veteranos libertadores de Songo y de La Maya ; por sólo señalar esos
casos concretos.
Así pues, persuadida por
varias razones, refugiada en la épica del rol de los negros durante las tres
guerras separatistas y de los merecimientos consecuentes, sobreestimando en
mucho su propia fuerza, e inspirada, a no dudar, por el “Movimiento Niágara” de
los negros norteamericanos (inicios y estructuración 1905-1908), que postulaba
y promovía un activismo que validaba hasta la violencia en el reclamo de los
derechos; por todo eso y más, una gran masa de los reivindicadores negros en
Santiago de Cuba, optaron por la línea radical en los reclamos y/o conquista de
derechos, ante los grandes abusos y abrumadores olvidos a inicios de la
república.
Vea la segunda parte de este artículo:
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