Aquel
grito fundó el verdadero
altar
patriótico de los cubanos
No
se llega al colmo de las frustraciones de un pueblo, sin que sus mejores hijos
consuman la paciencia, y se lancen, resueltos y ardorosos, a conquistar el
futuro de la patria. Tal fue lo ocurrido aquel 10 de octubre de 1868, en que 33
valientes, encabezados por el licenciado Carlos Manuel de Céspedes y Castillo,
lanzaron el primer Grito de Independencia de Cuba…
Historia,
hasta aquella fecha, de despojos, de desprecios, de iniquidades, de poderes
omnímodos de los capitanes generales, de censuras, prisiones, garrotes y
destierros, a duras penas soportados, por la sola esperanza de ir remedando,
poco a poco, los cimientos y las formas de un régimen despótico y corrupto;
historia, en fin, de aspiraciones nunca logradas, de promesas jamás
concretadas, de sueños y engaños.
Querían
los cubanos –en apreciable mayoría- vivir bajo el imperio de las leyes
liberales que regían la existencia en la Metrópoli; querían gobierno autonómico
propio, para promover tributaciones justas, que no esquilmaran sus producciones
y economías; querían una solución aceptable al problema de la esclavitud;
querían, habidas las cuentas, sólo una porción de sus indiscutibles derechos.
De
espalda a tales reclamos, la Corona española –después de embelesar a los
cubanos con la aceptación de una Junta de Información, que entonces pareció
promisoria de liberalidad- les dio el retorno al más rancio poder centralizado
y de mano dura, con la rehabilitación de los juicios de las Comisiones
Militares; les sumó imposiciones más abusivas, más onerosas, al punto de provocar mar de
quiebras entre los hacendados criollos, y les “regaló” la pervivencia de la
oprobiosa esclavitud.
Fue
la cota máxima de injusticia, humillación y escarnio, que los cubanos
permitieron al poder colonial, tras la disolución de la célebre junta, en los
primeros meses de 1867: llovieron las disidencias y las conspiraciones, a lo
largo y ancho de la isla mayor de nuestro archipiélago…
Bayamo,
bajo el liderazgo del acaudalado Francisco Vicente Aguilera Tamayo, y los
abogados Francisco Maceo Osorio y Pedro (Perucho) Figueredo Cisneros, fue el
punto más febril, donde se constituyó el primer comité revolucionario de esos
tiempos, para hacer la plena separación cubana de España, en julio de 1867. De
allí salieron emisarios a varios puntos del país: a Las Villas, al Camagüey, a
Holguín y a Santiago de Cuba, y pronto se estructuró –allí mismo- la Junta
Revolucionaria de Oriente, bajo la dirección de esos tres próceres citados, la
cual sostuvo contactos con patriotas de otros lares y reuniones conspirativas
con representaciones diversas de esos sitios.
La
revolución independentista era ya un hecho en la mentalidad de la parte más
activa, más decisiva del pueblo. Masas de liberales-autonomistas –incluidos
muchos personajes sobresalientes de dicha corriente- se convirtieron, de hecho,
en separatistas, y sólo faltaba, a la sazón, los medios y fechas para hacer la
guerra a los colonialistas.
Para
precisar los más importantes detalles del movimiento, se realizaron numerosas
juntas (reuniones), a partir de la de San Miguel del Rompe, seguida de la de finca
Muñoz y en el Tejar, entre otras de mayor carácter organizativos, y las muy apremiantes –ya en
octubre de 1868- como fueron las de El Ranchón, Finca El Rosario, Sabanazo, Mijial,
Buenaventura y San Miguel de las Tunas.
No
fue nada fácil llegar a acuerdos generales; porque, en el trance de hallar
solución, aparecían las dudas, las desavenencias, las prevenciones.
He
ahí la trascendencia del rol que asumió Carlos Manuel de Céspedes, quien –a
despecho de no ser el jefe de la conspiración, ni el líder en propiedad de
todos los complotados- lanzó el grito de independencia patria, en aquella fecha
que hoy todo cubano recuerda.
Acto
calculado, de cierto, por el ilustre patricio, pues, Céspedes contó con el casi
seguro apoyo de algunos cubanos, prácticamente alzados en armas, no solo en
Manzanillo, sino también en Tunas y Holguín; así como también con la muy
posible adhesión de hombres tan resueltos a tomar las armas desde ya, como eran
los casos de Donato del Mármol, Perucho Figueredo, y aun el propio Francisco
Vicente Aguilera, hombre desinteresado, patriota e independentista a toda
prueba.
Asimismo,
igualmente seguro que contó con el momento propicio, aprovechando la revuelta
republicana en la Península y el Grito de Lares, en la hermana y cercana Puerto
Rico, acontecimientos de los cuales –es cosa probada- tuvo noticias previas a
su levantamiento en el ingenio Demajagua.
Que
no todos aceptaron el gesto de Carlos Manuel y de los manzanilleros: cierto;
que, incluso, provocó discordias que duraron hasta el fatídico 27 de octubre de
1873, cuando este fue destituido por la Cámara de Representantes; cierto,
también. Mas, aquel heroico alzamiento y la gloriosa declaración de
independencia de Cuba, que dio pábulo a aquella gesta de casi diez años; aunque
no nos trajeron la independencia ni la libertad anheladas, en esa campaña;
alcanzaron, sin embargo, el mérito indiscutible de fundar el primero entre los
más genuinos altares del patriotismo cubano, sin el cual hubiese sido
impensable –al menos, así como aconteció- el resto de nuestra digna historia
patria…