Heroísmo e
insuperable lección
de etología
y de pedagogía familiar
El 27 de
noviembre es una fecha luctuosa para los cubanos. En una fecha como esta, pero
de 1871, ocurrió el fusilamiento de los ocho estudiantes de Medicina, por parte
del régimen colonial español; pero también, en un día como este, en 1893,
falleció –agotada físicamente por años de inmensas penurias- Mariana
Grajales Cuello, conocida igualmente en Kingston, Jamaica, como Mariana Maceo…
Su vida es
un gran libro de historia de Cuba: de heroísmo personal, varias veces demostrado en
el curso de una guerra larga, difícil, cruenta, que el cubano recuerda, por ejemplo –muy por
encima del valor anecdótico-, con aquel capítulo en que mandó a poner de hinojo a
toda la familia, ante la imagen del Cristo crucificado, para dar crédito mayor
a aquella gesta de abandonarlo todo, para luchar por la libertad del esclavo y por
la independencia de Cuba, o morir en el empeño.
Recuerda,
asimismo, lo mismo su actitud frente a la persecución enemiga, que con el arado
entre las manos, o en el socorro a los heridos, a los enfermos, a los
hambrientos, en medio de la difícil vida de la manigua de esos diez años de conflegración.
Viuda de su
compañero de lucha y de vida, quedó en Santiago de Cuba, tras el pacto
vergonzoso de febrero de 1878, a fin de poner en orden los
bienes familiares devueltos por las autoridades, hasta que, en vísperas del alzamiento de
agosto de 1879, partió al lógico autodestierro: a Jamaica, para iniciar una
etapa durante la cual sufrió la pérdida de un hijo (al que no vio en cuatro
años) y de nietos, privada de muchos recursos y –más duro para ella- de
la cercanía de varios de sus vástagos .
Y recuerda
un ilustre viajero –nuestro José Martí- cómo a poco de rendirse a la muerte, ya
no tan erguida cómo en los años de las campañas mambisas, achacosa por los
años, en aquella morada humilde de su exilio voluntario, por seguir su patria
esclava; cómo, en fin, cada vez que oía el nombre de Cuba y de la causa
libertaria de la Isla
-que era la suya, naturalmente-, le brillaban los ojos, con ese rutilar único
que indicaba memoria viva, ansiedad y alegría…
Maravillosa
pluma que revela aquel heroísmo materno -¿por qué no?-, que si insinúa su
fertilidad progenitora, lo hace, más bien, para dar fe de su fecunda obra
formativa; porque –en estos tiempos de tanta indigencia espiritual- la vida de
Mariana Grajales es, sobre todo, una sorprendente e insuperable lección de
etología; de pedagogía familiar, empírica pero eficaz…
¡Once lauros! –porque dos murieron prematuramente-:
once vástagos humildes, llamados, por el color de su piel, a ser comunes y
sumisos mortales en la sociedad colonial y racista que les tocó vivir; todos
los cuales, sin embargo, lograron –defectos humanos aparte- la talla de modelos
de patriotas, dechados de ciudadanos, de seres íntegros; que lo dieron todo por
Cuba, y no usaron los grandes méritos conquistados como escala para
materializar propias ambiciones.
Desde Felipe
hasta Marcos, pasando por Baldomera y Dominga; con distinciones particulares
para quienes se tiene como primeros mártires de la familia: Justo, Julio,
Fermín y Miguel; pero con especiales
ribetes para Antonio, José y Rafael –trilogía gigante del generalato mambí-, a
quienes el pueblo cubano tiene entre los padres fundadores de la nación cubana;
todos –unos más que otros, por supuesto-; pero todos, en fin, pueden ligar a
sus nombres un conjunto de las mejores cualidades humanas…
Pueden seguirse
las huellas: todos los hijos de Mariana Grajales Cuello fueron de talento
natural –que no todos cultos, que no es lo mismo-, honrados, que es mucho decir
en cualquier tiempo; todos, laboriosos; lo mismo detrás de la esteva, que
encorvados sobre el surco, diligentes en las cosechas y responsables en las
arrias de los productos. Entrenados por multitud de episodios en sus parcelas
familiares, todos resultaron ser, al cabo, jóvenes perseverantes, voluntariosos
y emprendedores…
Limpios y de
correcto vestir, respetuosos –algo más que como normativa de época-, tanto de
sus mayores, como de las personas, en general, y del orden; pero exponentes de
una sinceridad ruda, sin cautela, porque todos odiaban la hipocresía. Hijos y
hermanos amorosos –sin exponer mucha miel-, amaron por igual la patria chica y
la patria grande –que de eso sobran pruebas-, y valientes, casi temerarios,
cual garantía que les permitía ejercer todas esas virtudes humanas.
Todos,
asimismo, fueron muy impulsivos, aunque algunos lograron autocorregirse
progresivamente; los hombres, mujeriegos; una parte de ellos –al menos, en un
tiempo- con gran afición al juego de azar, a las peleas de gallos y al
jolgorio.
Hablaban en
tono bajo y mayormente grave, gagueando, buscando, en su menor o mayor caudal
léxico, la palabra precisa, pero sin temer arrostrar las consecuencias de lo
que sus verdades pudieran pesar.
Es el retrato
que han hecho de ellos, los muchos –amigos y enemigos- que les conocieron; no
puede ser simple coincidencia, obra sencilla de la casualidad; es, pues, reflejo
del molde que los forjó; es el timbre de la labor cotidiana, inmensa, intuitiva
sí, pero sumaria también de efectivas tradiciones de crianza, de Marcos y
Mariana, especialmente de esta mujer de muchas grandezas, cuya mayor póliza de
gloria está, justamente, en la legión de hombres y mujeres que forjó, de los
cuales el devenir de Cuba cobró rédito
extraordinario; renta que aún ofrece y ofrecerá, a las generaciones actuales y
posteriores, sus sustanciales beneficios…
SR. Mourlot. Al igual que el otro artículo que acabo de leer sobre la madre de los Maceo, su trabajo es de un enorme valor. Muchas gracias por este regalo que nos hace.
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