Máximo
Gómez: un sitio justo,
entre la
apología y la censura
Gómez es un
caso único en nuestra historia, en el cual tanto apologistas como censuradores
llevan mucho de razón, cuando nos hacen el cuadro de ese portentoso
dominicocubano…
No fue
–como dicen sus idólatras- el Maestro de todos los cubanos en el arte de la
guerra; pero, sin duda, dio lecciones a muchos de cómo llevar a cabo una
verdadera guerra de guerrilla favorable, frente a un enemigo tan poderoso como
el ejército español y sus acólitos armados.
Incluso –y
es cosa que pocas veces se señala-, aunque no cataloga entre los jefes
insurrectos más valientes, Gómez, cada vez que una situación lo ameritó, dio
clases tremendas de bravura personal a esas huestes mambisas, tan sobradas de
gente en extremo corajuda, como lo hizo –entre múltiples ejemplos citables- en
Baire, machete en mano, en carga terrible, o como le mostró a Policarpo Pineda
(Rustán), a quien “enseñó” cómo tomar un fuerte, bien guarecido, en lo alto de
un promontorio, no con dos balas por hombre, sino con una, marchando él por
delante de la tropa…; o, también, cuando, muchos años después, le estallaban
las balas de cañón alrededor, y él, imperturbable, daba órdenes ahorcajado en
su caballo.
No era un
padre para sus subalternos –cual lo quieren hacer ver sus apologistas-; mas, pocos
jefes rebeldes, como él, cuidaron más y mejor de su tropa; desde la
planificación del camino y del lugar del combate, hasta del rancho que debía
consumir, de la quietud del campamento para el descanso, o en el suministro de
aquellos casi intragables brebajes para combatir la palúdica, y que él, cuchara
en mano, cual otra arma, en varias oportunidades, suministró directamente a sus
soldados.
No tuvo, en
la manigua cubana, distinción alguna entre blancos y negros; no gustaba de la
amistad con los encumbrados, ni con la gente de alcurnia; odiaba la cobardía y
la genuflexión y, aunque no halagaba a nadie por las hazañas realizadas, sentía
un elevado respeto por los genuinos héroes y por los que sabían cumplir
calladamente con el deber.
Solía
distanciarse de algunas características que creyó ver en el cubano: extremismos
en zigzag (“El cubano cuando no llega, se pasa”, decía), “alardoso”, “sabiondo”,
“pasionista” y “mal agradecido” –en esto último no tenía nada de razón-; eran
parte de nuestras principales características, según su visión; justificación –tal
vez- del porqué se “fajó” con muchos de ellos, muchísimos, en sus más de 30
años de relación estrecha.
Sin embargo
de todo eso –puede decirse sin temor a exageración alguna-, ningún extranjero
amó tanto a Cuba ni, al cabo, estimó tanto a los cubanos, como él; razón por la
que peleó los casi 10 años de la primera guerra; dirigió aquel tormentoso plan
insurreccional y de invasión a la
Isla , entre 1884 y 1886; deambuló entre 1887 y 1888 por
centro y Sudamérica, buscando restablecer los preparativos de la nueva guerra;
asumió la dirección de la guerra en la organización de la última conflagración,
y dirigió el ejército mambí, por más de 3 años, entre 1895 y 1898.
Parecía un
aspirante a dictador, y mucho temieron que se convirtiera en un tirano si,
glorificado, le asistía la victoria; pero la realidad es que demostró un gran
desinterés por el poder político, renunciando, cada vez que le propusieron o le
insinuaron, la postulación como presidente de Cuba, cuya Constitución le dejó
expedito el camino, con un artículo que autorizaba a desempeñar la primera
magistratura -y cualquier otro puesto público en la república-, a quien, no
nacido en Cuba, como él, hubiese peleado por su independencia y su libertad.
No sólo su
energía y talento militar, Cuba también le debe un pensamiento sencillo, pero
profundo y lúcido, que alguna vez resumimos así:
“El más mal intencionado y avieso de los gobiernos –dijo de la Corona española- es el que
deliberadamente divide a sus ciudadanos, ya en ideas, ya en razas, ya en
jerarquías, porque a todos los hace enemigos mutuos y odiosos los unos a los
otros.”
Por tal motivo, en 1891 escribió a Serafín Sánchez:”[...]
por más que busco sin cesar las causas de mis fracasos, hasta en el fondo de mi
propia conciencia, para descubrir si intereses bastardos, o miras caprichosas o
legítimas ambiciones me mueven a ello, o en resumen, amor al oro y por eso soy
castigado.” Y agrega, en tono plenamente estoico: “Pero me encuentro limpio de
esas lepras morales, pues tengo la conciencia [de] que jamás he querido especular con el prestigio que han podido
darme las grandezas de la revolución de Cuba, en cuyas banderas me alisté con
desinterés y lealtad, y en cuanto al oro ni en eso pienso, porque hace muchos
años me siento rico por haber aprendido a ser pobre.”
En otra oportunidad, diría al respecto: “Cuando una sociedad
desprecia la virtud y el talento por el poder y la fortuna; cuando funda el
derecho – cuyo aliento es el alma -, en el oro, y sólo el oro concede honores,
distinciones, privilegios, y por reluciente oro lo vende todo, esa sociedad
está perdida, la desmoralización roe sus entrañas.”
A sus hijos, deja parte de su testamento espiritual, cuando
dice a su hijo Máximo: “[...] Desde muy niños les he enseñado a todos que la
única y mejor de todas las religiones es el deber, y que cuando los hombres
saben llevar y cumplir sus exigencias, no solamente ganamos méritos
indisputables, en la opinión pública, sino [que] también nuestra propia
conciencia, juez inexorable, nos llena de alegrías el alma aun en medio de las
mayores adversidades de la vida.
“[...] El hombre que no labora desde el umbral de su casa
hasta la plaza pública y el salón donde galantea a la Dama , que se retire [de]
entre los hombres y [que] vaya a pedir su sitio entre las bestias.
Estudia en el gran libro social, siempre abierto para los
que quieren leerlo, y trata de imitar a los hombres bien portados, lo mismo en
las acciones que en el vestir; a los correctos de pensamientos, a los limpios
de corazón y de las manos, a los puros.
Huye como caballo desbocado de la falsedad y [de] la
mentira. Y jamás tengas temor de andar por los laberintos que parecerían más
obscuros, si puedes llevar por luz que te alumbren el camino la Justicia y la Verdad.
“Ser buen hijo y buen hermano es ser hombre bueno y honrado,
títulos de tan inapreciable valor que parece mentira el poco costo que cuesta
conseguirlo [...]”
Quienes le
juzgaron con severidad -no exentos de razones- señalan que fue un hombre de
modales bruscos, irascible, al que había que adivinar su estado de ánimo para
dirigirse a él, y a quien no se podía contrariar; que no elogió nunca a hombre
vivo alguno, que menospreciaba la legalidad –al menos de la manigua, en la
guerra-, y que, por tal motivo, pasó no pocas veces por encima de sus fueros;
que se puede construir un gran inventario de humillaciones a sus subalternos
-incluidos, jefes de alto nivel-; de sus iras –en ocasiones gratuitas-, de
castigos excesivos, de impía inflexibilidad ante las infracciones.
Dijeron
mas: que tenía un exagerado concepto de su papel como jefe y de la disciplina
que debías guardar sus fuerzas, y, por lo mismo, de aquellas cosas –por muy
fútiles que fuesen- que el pensase podían disminuir su rol o degradar las
normas de conducta de sus subordinados; pero que él mismo no fue ni
disciplinado, ni obediente a las leyes ni ante los poderes legítima y
legalmente constituidos.
Hay, en
verdad, un arsenal de hechos y argumentaciones –ciertos en mayor o menor
medida- que tienden a probar la validez de esas apreciaciones negativas.
Incluso, se
puede citar aquellas palabras dichas en 1886 por el general Antonio Maceo al
propio general Gómez, en la que le espetó: “[…] con Ud. no se necesita de
acudir a medios ilegales, para echarle la antipatía de un pueblo; basta su
carácter violento. ¿No recuerda Ud. que a
eso le debe sus principales disgustos?”
Y, además,
de la proverbial paciencia de Job, con que el general Vicente Pujals Puente
tuvo que vestirse, para soportar ese carácter agrio e imprevisible, en su
calidad de jefe de Estado Mayor del General en Jefe.
Maceo,
primero; Martí, después, Pujals, siempre –y muy a pesar de todo ese sello
negativo y cierto-, al sopesar defectos y virtudes en Máximo Gómez Báez, se
impusieron la tarea de soportar “al Viejo”- como no exento de cariño le
llamaron-, porque vieron en él más cosas positivas que negativas, aplicación
del mismo rasero con que el autor de la
Edad de Oro justipreció a “Bolívar, de Venezuela; San Martín,
de Río de la Plata ;
Hidalgo, de México”, cuando dijo de éstos: “[…] se les debe perdonar sus
errores porque el bien que hicieron fue mayor que sus faltas […]”.
esto es una prueba
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