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viernes, 15 de marzo de 2013

Idus de marzo de 1878

La protesta que conmovió al mundo


Sin partir del Zanjón es imposible llegar a la comprensión de la Protesta de Baraguá, porque aquel acto de claudicación –resumido en el acuerdo del 10 de febrero de 1878- fue la causa inmediata del legítimo proceso de rechazo de eso que fue, sin tapujos ni eufemismos, rendición incondicional de las armas villareñas y camagüeyanas ante el enemigo, solo contrariada allí Ramón Leocadio Bonachea y su partida de centenar y medio de hombres y -si se quiere, también- por la disposición de continuar la lucha en unos poquísimos jefes agramontinos, que, al cabo, acataron el voto negativo de la aplastante mayoría para cejar en la lucha…
DE LA VICTORIA A LA VISTA HASTA EL ZANJÓN
Pero es que tampoco se puede entender cómo fue factible el Zanjón, sin tenerlo en cuenta como culminación exitosa de la estrategia empeñada por el general Arsenio Martínez Campos en su retorno a la Isla, esta vez devenido jefe supremo del ejército español en campaña, desde el 3 de noviembre de 1876...
En efecto, a juzgar por los resonantes e indiscutibles éxitos del mambisado en la bien llamada Perla de las Antillas, el año de 1876 se vislumbraba como el último de una insurrección triunfante. Así es: desde enero –y hasta septiembre de ese año, en que cayó el brigadier Henry Reeve, en el combate de Yuraguama ¿?- la rebelión se había logrado extender a suelo de la rica provincia de Matanzas; el general Máximo Gómez, a su vez, entre otros lances favorables, ganó el fiero combate de Cafetal González (Las Villas, 28 de febrero de 1876). Por otra parte, el entonces brigadier Antonio Maceo sostuvo en oriente, a mediados del año, libró los combates de Cayo Rey, Sabana de San Juan, San Felipe y Hato del Medio, muy exigentes para ambos bandos; el 20 de julio, el mayor general Manuel Titá Calvar  tomó la ciudad de Santa Clara, y Vicente García, tras intensa lucha de casi tres días, capturó la ciudad de Las Tunas, el 26 de septiembre.
Cual si fuera poco, el 20 de octubre de ese año 76, un grupo de revolucionarios cubanos, en una acción más propagandística que militar, tomaron el vapor Moctezuma, que provocó gran alboroto e influyó en la determinación de Madrid de mandar cuanto antes al general Martínez Campos, con 20 000 hombres de refuerzo, gran respaldo financiero y supremos poderes, para, a la vez que minaba y debilitaba la insurrección por dentro, debelarla contundentemente.
Fue un plan astuto y eficaz, que comprendió:
1.- Ofrecimiento de trato digno a todos los prisioneros mambises; compromiso tan serio que implicaba severas sanciones a jefes, oficiales, clases y soldados que lo violasen.
2.- Remuneración significativa a los rebeldes presentados; notablemente mayor si lo hacía con armas y municiones; más, si lo hacía con cabalgadura, y aún mayor, si arrastraba a otros consigo.
3.- Devolución de todos los bienes confiscados, al amparo de la Circular del 1. de abril de 1869, y, sobre todo:
4.- El eximir de impuestos por 5 años, a las fincas e propiedades agroindustriales en proceso y puestas en producción.
Dicho con grafismo popular: fue un manjar para hombres hambrientos: tanto para quienes, sinceramente, por el rigor de más de 8 años de campaña, se sentían extenuados y buscaban el pretexto propicio para salirse de la guerra, como para quienes demostraron entonces su más grande anhelo: recuperar todo su caudal perdido, por causa de su protagonismo revolucionario, y retornar a la vida de opulencia que antes gozaron…
Simultáneamente, el jefe español lanzó una masiva contraofensiva desde Matanzas hasta Oriente, propagandística (llamando a la paz y la reconciliación) y bélica, con miles y miles de soldados, que produjo un enervamiento letal para la Revolución; es decir, continuas presentaciones de jefes, oficiales, clases y soldados libertadores, conatos de desobediencia y movimientos disolventes, con fachadas de reformas, derrotas militares consecuentes y, por supuesto, la claudicación del Zanjón.
Porque esa resolución premeditada de las cúpulas camagüeyana y villareña –una vez disuelta la Cámara de Representantes y minimizada la influencia de la Presidencia de la República en Armas- no fue otra cosa, ni más ni menos, que una simonía, en la que vendieron las sagradas banderas del independentismo, de la abolición de la esclavitud, de la libertad y de la república democrática, a cambio de la opción de recuperar la vida fastuosa de otros tiempos, con la agravante de haberlo hecho a espaldas de quienes llevaban ya casi todo el peso de la guerra: los combatientes de Oriente, contra quienes –dígase por añadidura- se propalaron no pocas prevenciones...
LA PROTESTA DE BARAGUÁ
La célebre protesta fue así, en primer término, la respuesta instintiva, natural y digna a lo que dichos combatientes entendieron como una injustificable felonía de los zanjoneros; una afrenta insoportable, por la traición al gigantesco sacrificio del pueblo separatista, a los valores patrios y humanos y al honor de la palabra empeñada que -quizás no tanto hoy- era muy importante en aquellos tiempo.
Mas, a ese pronto casi automático sucedió la reflexión y el debate en la manigua, en la misma medida que asomaron las preguntas inevitables: por un lado, ¿Cuántos somos ahora?, ¿con quiénes se puede contar y de qué medios disponemos…¿a quienes, qué, cuándo y cómo, podrá la emigración enviar en nuestro auxilio?; por el otro, ¿cuán fuerte es el enemigo en estos momentos? y ¿que posibilidades de victoria tenemos por delante?.
A la luz de cartas, memorias y otros documentos, se sabe hoy que fueron instantes de alta tensión, y que no fue tarea fácil conducir los ánimos hacia la continuación de la guerra.
El coronel Pedro Martínez Freire, por ejemplo, aunque enemigo de la presentación y del Zanjón, expresó sus grandes dudas con respecto a continuar la guerra; en la aguerrida escolta del general surgieron rumores de abandono; entre muchos jefes oficiales, tomó cuerpo la animadversión hacia el jefe tunero, general Vicente García y sus allegados.
La Protesta de Baraguá fue también, pues, labor fervorosa, incesante, unitaria y delicada, del mayor general Antonio Maceo para convencer a todos que, pese a la evidente superioridad numérica y técnica del enemigo, era estrategia correcta continuar la lucha –de nuevo con método de guerrilla-, puesto que el ejército español –aunque la apariencia dijera todo lo contrario- acusaba más debilidad que el campo insurrecto.
Maceo enarboló un argumento que todavía hoy es irrefutable: ningún ejército con capacidad para imponerse por medio de las armas al enemigo se afana tanto en negociar con este, si lo cree tan débil que pueda derrotarle sin arriesgar grandes recursos humanos, materiales y de tiempos.
Su experiencia en la guerra le mostraba claramente lo mismo que Martínez Campos señaló después al presidente del gobierno español, Antonio Cánovas del Castillo, en carta del 19 de marzo de 1878:
“Esta guerra no puede llamarse tal, es una caza en un clima mortífero para nosotros, en un terreno que nos es igual aun desierto […]”, señala el militar español, y agrega que sus fuerzas encuentran comida excepcionalmente, “perjudicial”; los mambises, sin embargo, comen lo suficiente en ese mismo medio, “se han acostumbrado a la vida salvaje, van desnudos o casi desnudos, tienen la fuerza y el sentido de las fieras atacando o huyendo cuando menos se piensa […].”
Indica, asimismo, que más que en las armas, él siempre ha confiado siempre en la política, y que –aunque siempre había desconfiado de Maceo (como elemento manejable), no creyó que tendría tantos seguidores.
Y he aquí la confesiones de sus impotencias: primero, “Grave contratiempo ha sido este [Maceo y la no aceptación del pacto por los orientales] no se han dejado de conseguir grandes ventajas, pero en realidad no basta esto, era necesario haber concluido [la pacificación de la Isla], porque el estado financiero es insostenible.”; a lo que, párrafos después, suma el siguiente juicio:“El estado del tesoro es muy grave: pronto no será el atraso de pagar, me contentaré con que haya para provisiones, hospitales y vestuarios […]”.
Y resume Martínez Campos: “Es cuestión de tiempo y no puedo calcular cuanto tardaré en reducirlo y mientras estén en armas, no hay que hacerse ilusiones, el peligro existe  aún en la parte pacificada [...].”
Como reconocería el general Tomás Ochando, jefe allegado de Martínez Campos, el mantenerse en la guerra –incluso sin sostener combates contra las fuerzas españolas- era una victoria significativa para las armas cubanas, por el costo de aquellas en muertes y otras bajas por enfermedades naturales y en recursos financieros empleados.
Asimismo, reconcilió a todos los jefes con Vicente García y las fuerzas tuneras, intentó atraer a la protesta no solo a García, sino también a Manuel Calvar, Francisco Javier de Céspedes y a Modesto Díaz, los grandes jefes de la manigua oriental, y lo logró con la discreta presencia de Francisco Javier –por causa de García- y con la sola excepción de Díaz, que se presentó, pese a repudiar el Zanjón; cedió cargos a los que legítimamente pudo aspirar por méritos propios, para consolidar la unidad; escribió a los líderes de la emigración separatista recabando la ayuda necesaria, y tocando para ello el punto del honor, con el mismo que atrajo a García, cuando ya esté estaba en entendimiento con el mando español para dejar las armas.
LA FAMOSA ENTREVISTA
Después de no ceder a los consejos de Máximo Gómez –que lo invitó a dejar los esfuerzos para otra ocasión-, rechazó a algunos zanjoneros que le escribieron intentando justificar la actitud asumida, y a los cuales contestó sobre la solicitud de entrevista:  “En el concepto de que fuera para descargar su conciencia del peso que a estas horas debe abrumarla, la Patria tendrá oportunamente, y acaso en no lejano día, su tribunal donde le será fácil hacerlo.
“Si espera ponerme al corriente de la situación en […], estoy enterado de ella por quien corresponde […] patriotas que aún permanecen en su puesto de honor.”
También, como parte de sus ingentes diligencias por salvar la Revolución, y que lo pusieron como epicentro de aquel heroico movimiento, logró concertar una entrevista con Martínez Campos –“para tratar de engañarme”, reconocería este después-, a fin de ganar tiempo, y así refrescar y reorganizar las fuerzas, institucionalizar la continuidad de la revolución, supliendo –con constitución y entidad ligeras- las disueltas antes y después del Zanjón.
Se puede prescindir de los detalles de aquel encuentro entre el distinguido entorchado, victorioso en muy diversas acciones y escenarios, y ese general salido del seno de la parte más humilde del pueblo, que ya le había derrotado en la Loma de la Galleta, en 1871, y al que, en medio de esa junta, concibió, no ajeno de razón, como obstáculo insalvable para sostener inteligencia con los insurgentes orientales, un mulato que los manda, que tiene – a su decir- “una ambición inmensa, mucho valor y mucho prestigio y que bajo su ruda corteza esconde un talento natural […].”
Lamentablemente, aquel estado de elación al que llegaron aquellos combatientes revolucionarios el 15 de marzo de 1878, y en las fechas sucesivas, se fue difuminando progresivamente, más que por la presión militar implacable de los españoles, por la indiferencia de los cubanos en el exterior –víctimas de infame campaña contra los continuadores de la guerra- y la falta de fe en el final exitoso de muchos de los protestantes, que semanas después dio al traste con aquella sublime meta.
Con todo, aquel suceso simbolizado en la entrevista del idus de marzo de 1878, entre el jefe español Arsenio Martínez Campos y el mayor general mambí Antonio Maceo Grajales –y de la que muchas personalidades e instituciones en el planeta se enteraron, y a la que también alabaron-; buena parte del mundo se conmovió ante un acontecimiento que sigue impartiendo valiosas lecciones de coherencia entre el pensamiento y la acción revolucionarios, de no claudicación ni ante la fuerza ni ante las dádivas del enemigo, así pues, de correcta estrategia de lucha; un proceso que sigue ofreciendo el significado de haber salvado la honra, la dignidad de todos los patriotas cubanos…
 

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