Una
genuina heroína de la retaguardia
mambisa,
de la insurrección cubana
Tres
o cuatro años después de iniciada la Revolución del 68, eran mínimas –por no
decir que prácticamente no había- las familias de importantes jefes insurrectos
en la manigua cubana.
Es
parte terrible de nuestra historia: unas perecieron enteras de hambre y
enfermedades como el cólera morbo, y, sobre todo, a manos de salvajes oficiales
españoles y de guerrilleros criollos al servicio del régimen, que las
masacraron con inenarrable sevicia. No pocas –es verdad- tuvieron menor mal, al
caer prisioneras de jefes enemigos que, malos tratos aparte, les respetaron la
vida. Las más, se presentaron al adversario en los pueblos y ciudades, al no
poder soportar el hambre continua, los desafíos cotidianos de la exigentísima
vida en el monte rebelde, por la desesperanza y por no encontrar provecho alguno
a su permanencia en ese medio que, con frecuencia, solía parecer un infierno.
Mariana
Grajales, con sus hijas y niños de la familia, supo escapar de la cruel
persecución española, con aguda previsión y movilidad insuperable; pero, más
que todo, halló en su consuetudinario proceder fuente de fe y de esperanza,
necesarias para sobrevivir y aportar en la manigua redentora; primero, en la
etapa de hambruna general que azotó a la insurrección, cuando marchaban –o
huían- detrás de las columnas insurgentes; luego, en la de permanencias más
estables,
en sitios de la manigua redentora…
Halló
Mariana, en efecto, utilidad al sacrificio tremendo que aquella vida
extremadamente rigurosa exigía a ella y a su familia en la retaguardia: se
tornó curandera tradicional recolectando los bejucos, las raíces, las hojas y
yerbas con poderes curativos, y fabricante –por así decirlo- de cataplasmas,
tinturas y jarabes populares para lesiones y males; se convirtió, asimismo, en
enfermera, auxiliando a los médicos insurrectos (Félix Figueredo, Benjamín
Roza, José Bernandino Brioso y otros) en multitud de crudas cirugías de campaña
y aplicando tratamientos indicados.
No
es casual, pues, que cuando el joven Otero –“o Sotero”, que eso no supo
precisar el testimoniante-, habanero de solo 22 años de edad, deambulaba
sigiloso por la manigua, como la presa que huye de su depredador; cuando
acribillado
a balazos por el enemigo, fue dado por muerto y abandonado en el lugar donde habían
sido sorprendidos por los españoles él y el grupo rebelde al que pertenecía, fue
encontrado por fuerzas insurrectas y llevado a un rancherío, sus dueños todos,
tomaron una única decisión: llevarlo a la “casa” de la familia del coronel
Antonio Maceo, donde fue asistido y curado de sus heridas, hasta que se
incorporó a las tropas del general Calixto García y, más tarde, a las del
coronel Payán.
El
breve relato del comandante Francisco Arno, combatiente de las tres guerras por
la independencia de Cuba, sobre ese sobreviviente de la expedición del “Fanny”,
que el general Julio Grave de Peralta - muerto como casi todos, después del
desembarco- trajo a la costa de Sagua de Tánamo, no narra mucho más al
respecto, pero tiene el gran valor de ser uno de los primeros indicativos
documentales tanto de las labores sanitarias de la familia Maceo en la guerra
como de la certificación generalmente extendida por las otras familias
insurrectas de su ámbito, de que tal hogar –donde quiera que estuviese: en la
vida trashumante o más estable de la manigua- era una especie de casa de
socorro mambisa, cuya mano auxiliadora mayor era, sin duda, la de Mariana Grajales.
Razones sobradas justificaban ese
reconocimiento general, puesto que, desde los primeros momentos de la
conflagración, el rancho familiar fue la sede hospitalaria en la cual
ingresaron el padre y los hijos heroicos, por las múltiples heridas sufridas en
combates. Y serían muchas las veces, quizás, en que aquel humilde pero
diligente hogar, sirvió para el cuidado esmerado a otros combatientes…
Fue José Martí, quien –al decir del médico e
historiador Gregorio Delgado García- dio la cuenta más emotiva de la faena
enfermera de Mariana, cuando la describe ante el cuerpo casi exánime del hijo venerado
por todos; momento en que echa a las demás faldas del recinto, y, con voz que
manda, solo pide dos cosas: una, la presencia de Brioso (el médico divisional),
al que ha de asistir ella en la cura del herido, y la otra: el alistamiento
inmediato de Marcos -que ya ha cumplido los 16 años- como combatiente mambí.
Los predios de la familia Maceo
Era aquella labor sanitaria de la familia, y
de Mariana, específicamente, obra trascendental de retaguardia en la división
santiaguera; pero no la única importante, pues, además de su aporte en la cura
y atención general a los heridos y enfermos, le cupo a la gran matrona, a sus
hijas y a su nuera María, otra misión significativa: la producción de alimentos
en el sistema de predios de la insurrección.
Y así fue. Cuando en el campo de la
revolución se hizo más seguro y redituable el que las familias de los
insurgentes orientales, en vez de ir como impedimentas hambrientas detrás de
las columnas de combatientes, fundaran y explotaran sus predios agrícolas, lo
mismo para el autoconsumo que para suministrar sus productos a las prefecturas y,
a través de estas, a las tropas, la familia Maceo fue también referente en tal
sentido.
Sin claves secretas, sin recursos extras, sin
superdotados, tan solo tomando muy en serio la tarea, mujeres y niños de los
Maceo se afanaban en sacar riquezas de los eriales, de los recodos de las
montañas, de las entrañas de los bosques con los medios y métodos más rústicos,
y lo lograron, tanto en los altos de Bucuey como en Mícara y los Pinares de
Mayarí, lo mismo en Piloto Arriba que las Cuchillas del Toa; lugares donde
Mariana, mujer de recia estructura corporal, de vigorosa voluntad y la más
imbuida de entusiasmo, resultaba un verdadero ejemplo de trabajo y máxima
garantía de que sus estancias fueran de las que más viandas y legumbres aportaran,
incluso más de lo que de ellas cabía esperar…
Lamentablemente, no es posible cuantificar lo
que el cumplimiento de ambas ocupaciones –la sanitaria y la productiva- rindió
a la insurrección separatista en su medio durante los casi 10 años de vida en
la manigua de Mariana y de todo el resto de la familia Maceo en la retaguardia;
esto es: un saldo en ayuda a salvar vidas y a debelar el terrible flagelo del
hambre en la manigua. Sin embargo, es imaginable y realmente significativo.
Son dos grandes méritos que no se les pueden
negar, como tampoco, el de inspirar, de alentar a combatientes y parentelas al
cumplimiento del deber, a resistir las duras exigencias de la lucha, y
proseguir en pos de la victoria; razones por las cuales era una de las miras
favoritas de las fuerzas enemigas.
Aprehender
a la familia de los Maceo
Y con más estabilidad, pero con muchísimo
peligro todavía, porque la detección y captura de la estirpe de los Maceo
alcanzó la categoría de prioritaria para las columnas españolas, se sumó al
afán enemigo de buscarla, encontrarla y
batirla, el de destruir sus predios, cuyo beneficio a las fuerzas mambisas era
indiscutible, y cuya fama se hacían lenguas en la manigua rebelde.
Por tales causas, esos fueron asaltados por
gruesas columnas adversarias -entre otras ocasiones- en abril de 1875, y en febrero de 1877; esta
última con la incursión de miles de hombres dirigidos personalmente por el
comandante del Departamento y gobernador civil de la provincia, mariscal Sainz
de Tejera, más destructiva que todas las anteriores, y que causó la
desaparición temporal de Baldomera Maceo y de su lisiado esposo, el teniente
coronel Magín Rizo Nicolarde; así como la pérdida de dos de las más preciadas
cabalgaduras del general Maceo, sus caballos Tizón y Concha.
Fue, pues, casi una década de peligros
constantes y enormes, porque los hospitales eran, por igual, propósitos de
guerra de la soldadesca y de los guerrilleros al servicio de España, porque los
predios –como hemos visto- también los eran, y la familia de Maceo igual
objetivo, lo que no arredró nunca a esta extraordinaria hueste de retaguardia
liderada por Mariana, que fue –en abril de 1878- de las últimas en abandonar la
manigua insurrecta en la Guerra de los Diez Años, y no para irse al exilio,
sino para su natal Santiago de Cuba, donde resultó aliento a los conspiradores
de la nueva guerra, hasta que fue conminada a salir para la vecina isla de Jamaica
ante la nueva campaña en ciernes, y en la cual no se quería dar sitio a las
familias del mambisado.
Así y todo, la lejanía no significó desmayo
para los ideales de Mariana, sino una nueva y distinta oportunidad de hacer por
Cuba libre e independiente, alentando e inspirando a la emigración
revolucionaria, empezando por sus propios hijos.
No fue vano deseo de halagar, lo que inspiro
las elocuentes palabras de nuestro Héroe Nacional, al conocer y tratar a la ya
anciana matrona cubana, sino un acto de elemental justicia hacia quien tantos
méritos ganó en las luchas de su heroico pueblo, apreciación adecuada hacia “
[…] una de la mujeres que más han movido mi corazón […]”, hacia “la viejecita
gloriosa”; la mujer que aún hablaba “ardiente de las peleas de sus hijos, de
sus terrores, de sus alborozos, de cuando vuelva a ser”, hacia
quien aun hablaba con ardor “a los que en nombre de Cuba la van
a ver”, a la mujer […] que, su pueblo entero, de ricos y de pobres, de
arrogantes y de humildes, de hijos de amo y de hijos de siervos, ha seguido a
la tumba en tierra extraña. Murió en Jamaica el 27 de noviembre [de de 1893],
Mariana Maceo.”
No fue puro desahogo, tampoco, el de su hijo
Antonio cuando juzgó como la tercera pena más grande de su vida –la muerte de
su padre y el Zanjón, fueron las dos anteriores- el deceso su madre, ni halago
a la vanidad fue afán por levantarle a Mariana, con el propio peculio y el de
la familia, un monumento en el Kingston de su exilio voluntario, de su
emigración, que recordara a la genuina heroína mambisa.
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