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miércoles, 25 de enero de 2012

Martí: un hombre que apostó por la virtud humana (II)




Martí fue un hombre de muchas glorias, de cada una de las cuales podría escribirse, por lo menos, un enjundioso libro…
Del Martí poeta, en efecto; del Martí periodista, del político, del americanista, del antimperialista, del antirracista, del republicano, del liberal y del demócrata, de sus ideas filosóficas, de su filiación familiar, de sus relaciones humanas, de sus tormentas y prevenciones, del patriota y del revolucionario; en fin, de cualquiera de sus múltiples facetas –no obstante ser indivisibles en su vida- podría hablarse abundante y prolijamente.
Sin embargo, por encima de lo que el interés personal estime superior, entre las muchas grandezas martianas, numerosas pudieran ser de igual importancia, pero ninguna parece más inmensa y útil que aquella que resume sus pensamientos para educar al hombre en la virtud, al hombre necesario, no sólo para las grandes contingencias naturales o sociales, sino para la cotidianidad del país, especialmente para construir la verdadera civilidad y el genuino progreso de la nación.
Porque, en realidad, todas las grandezas martianas se pudieran juzgar, también, como instrumentos para llegar e incidir en un grande objetivo: el hombre, el hombre en sus deberes, el hombre en sus derechos; en fin, el hombre, que para él era -mucho más que un mero ser- un producto arduamente conseguido, trabajosamente forjado, que define bien con las siguientes palabras: “La difícil carrera del hombre”; es decir, el individuo que aprende, en complejo y progresivo lapso, a ascender por la estrecha, riesgosa y extenuante vereda de la vida, para saber mirar desde las alturas “con entrañas de humanidad”.
Así pues, con plena certeza de la hondura de su pensamiento, dijo al respecto: “Grandeza es ofrendar hombres generosos y mujeres puras”, porque pocos hombres de su tiempo, y de las generaciones que le siguieron, se percataron tanto, de que todo verdadero adelantamiento humano pasa, primero, por la posesión y ejercicio de las virtudes, que no eran ingenuidades románticas para él, sino condición básica para la elevación de la persona humana y de los pueblos civiles.
Y en estos tiempos de aberrada materialidad, de hedonismos vulgares y de no poca desidia, esta debiera ser la más importante verdad que hay que decir, cuando se hable de Martí, a riesgo de que  parezcamos mojigatos, o se nos quiera calificar de tal.
“Tengo fe en el mejoramiento humano, en la vida futura, en la utilidad de la virtud”, dijo en su presentación del “Ismaelillo”, con plena revelación de tan trascendente credo.
Ahora bien, quienquiera que revise con calma los escritos de nuestro Héroe Nacional, encontrará abundantísimo arsenal de máximas, consejos, urgencias, argumentaciones que asientan la importancia de que cada HOMBRE sea dueño del sentido del decoro y del cumplimiento del deber, de la honradez, de la honestidad, de la franqueza, la espiritualidad, la laboriosidad, la sensibilidad con el dolor ajeno, el sentido del bien y de la utilidad públicos, del amor y del valor, entre otras sustanciales cualidades, como base de la propia dignidad personal, y que vienen a ser como exigencias martianas para todo cubano –digo concretamente- y para todas las épocas.
“En el mundo ha de haber cierta cantidad de decoro como cierta cantidad de luz […]”, “El deber de los hombres está allí donde es más útil”, “La patria es agonía y es deber”, “Trabajo santo, santo trabajo”, “Libertad es el derecho que todo hombre honrado tiene a pensar y hablar sin hipocresía”, “La política virtuosa es la única y durable”;  dijo entre una infinitud de pensamientos a favor de las virtudes, imposibles de relacionar en un trabajo como este.
Quienquiera, asimismo, que se asome a su monumental obra documental, le será fácil hallar no menos juicios fustigando defectos y vicios, tales como: el egoísmo, el odio, la vanidad, la soberbia, la impudicia, el abuso, la adulación, las dobleces, la cobardía, la indecisión.
Nos habló del egoísmo, como mancha del mundo, y del desinterés, cual sol, y nos dejó sentencias imposible de obviar, como fueron: “Odiemos al odio”; “En la médula está el vicio: en que la vida no va teniendo en la tierra más objeto que el amontonamiento de la fortuna […]”, “No es un hombre honrado el que desee para su pueblo una generación de hipócritas y egoístas.”, “Duele ver a un pueblo entero, en quien el juicio llega hoy adonde ayer el valor, deshonrarse con la cobardía o el disimulo.”, “Aplazar es nunca decidir.”, y así –par sólo señalar esas-, una innumerable cantidad de frases tremendas, de hondura entrañal…
No hay temor más justificado que aquel que vislumbra a los héroes, como José Martí, convertidos en adornos de piedras, en placer de evocaciones estereotipadas y alabanzas inanes; lejos de la utilidad de su pensamiento y de su obra, a distancias siderales de su imitable ejemplo. Porque los héroes no sólo nos deberían servir para elevar la autoestima de los pueblos, sino para traerlos frecuentemente a los desafíos de la cotidianidad, a las batallas constantes que cada individuo debe librar para hacerse hombre -o mujer- cabal, persona de bien, buen ciudadano.
Y, en estos tiempos, en los que estamos reclamando el rescate de valores y la reprobación social a los desenfrenos, traernos a Martí, para residenciar con él ante nuestras propias conciencias –y no para citarlo espectacularmente- nos parece demanda de urgencia, imprescindible; el mejor tributo a su memoria, en un aniversario de su natalicio.
 

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