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martes, 27 de noviembre de 2012

La “Madre de Cuba”, la “Madre de la Patria”…

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Mariana Grajales Cuello: 12/7/1815-27/11/1893

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Porque siempre hay voces que “cautelosamente” hacen sus reparos, vale persistir: no ha sido por la propaganda fervorosa de un grupo de fanáticos, ni por el oportunismo de gobiernos de turno, Mariana Grajales Cuello es la Madre de Cuba, la Madre de la Patria, desde hace más de un siglo, primero, por la convicción de los veteranos de nuestras guerras independentistas, que promovieron la oficialidad de tal iniciativa, y, luego, por la voluntad de la inmensa mayoría de los cubanos, que la han distinguido como la excelsa entre muchas sobresalientes e históricas matronas de nuestra nación.
¿Por qué -cabría preguntarse- ella, y no, por ejemplo, Clotilde Tamayo Cisneros, la madre del trío de generales Mármol, quien, con 5 de sus 7 hijos, estuvo en la manigua insurgente los dos primeros años de la Guerra Grande, la cual tuvo que abandonar por hambre, tras la muerte sucesiva de 4 de sus vástagos?
¿Por qué no –dígase, también- la madre del bravo entre los bravos comandante Vargas?

Aquella matrona protagonista de ese episodio en que su hijo, manipulado por elementos inescrupulosos, tuvo tratos con el enemigo, por lo que sufrió la pena capital más sentida de la manigua, ante lo cual, llegó la recia mujer al campamento, ya frente a los jefes insurgentes, y dijo: “No, yo no vengo a pedir perdón por ese hijo mío que van a fusilar; yo vengo a traer este otro para que pelee por Cuba libre, y si me sale traidor, que lo fusilen también.”
¿Por qué no las progenitoras de muchos de nuestros ilustres mambises, separatistas convencidas y asesinadas en plena manigua, a donde fueron a compartir las vicisitudes de la horrenda campaña con sus amados vástagos; tal cual fueron los casos de las madres de los coroneles Camilo Sánchez y Juan Cintra, o del presidente Estrada, por solo señalar algunos casos?

¿Por qué no, Lucía Íñiguez, la madre del mayor general Calixto García?
Ella que estuvo en el monte rebelde, hasta ser capturada, en 1871, y forzada a residir, bajo vigilancia, en la ciudad de la Habana, donde le comunicaron la “rendición” de su hijo, en 1874, a cuya noticia ripostó: “No, ese no es mi hijo”. Mas, cuando le informaron que este cayó en manos enemigas, luego de pegarse un tiro para no caer prisionero de los españoles, expresó: “Ese sí es mi hijo”.
¿Por qué, entonces, Mariana Grajales Cuello -esa mestiza, humilde e iletrada mujer- es la prelación de los cubanos para tan elevadísimo honor?
Nacida en la ciudad de Santiago de Cuba, no el 26 de junio de 1808, como siempre se dijo, sino el 12 de julio de 1815 –conforme su fe de bautismo, descubierta por el autor de estas líneas-, fue séptima, entre los descendientes de la pareja formada por el dominicano José Grajales Matos y la santiaguera Teresa Cuello de Zayas.
Casó, a los 15 años de edad, en su ciudad natal, con Fructuoso Regüeiferos Hechavarría, con quien tuvo por hijos a los nombrados Felipe, Manuel y Fermín Regüeiferos Grajales.
Primera heroicidad de Mariana Grajales
Viuda entre los 23 y los 26 años de edad –fecha que aún no se ha podido precisar documentalmente-, tuvo su cuarto vástago, en mayo de 1843, como hijo natural, y a quien bautizó como Julio Germán Grajales, probablemente –eso cree este autor- primero de la larga descendencia que tuvo con Marcos Evangelista Maceo, que son: Antonio de la Caridad (1845), Baldomera (1847), José Marcelino (1849) y Rafael Grajales (1850), así como también: Miguel (1852, primero después de legitimar la unión con Marcos), Julio (1854), Dominga de la Calzada (mayo de 1857), José Tomás (diciembre de 1857), Marcos (1860) y María Dolores (1861), fallecida a los 15 días de nacida.
Matrices extraordinarias, aquellas que pueden engendrar y alumbrar tantos críos; gloriosas, además, cuando logran, tras el parto, y en difícil batalla formadora, aunar a la cantidad, la calidad de sus críos…
¡Todos los hijos de Mariana –es lo primero que deberíamos distinguirle a esta formidable mujer- fueron, demostradamente, gente de bien. Defectos aparte, a casi todos -para no pecar de absolutos- les fueron comunes: la voluntad indoblegable, la persistencia racional, dos fuentes del carácter acerado del que siempre hicieron gala; la paciencia, la honradez, la bondad sin flojera, la laboriosidad, la sinceridad –en ocasiones, urticante-, la decencia, el deseo de superación y, sobre todo, el valor; el coraje hasta la temeridad, capaz de garantizar el ejercicio de todas las otras virtudes.
De tal saldo, cualquiera, con toda razón, llega a preguntarse: ¿cómo dos padres iletrados, como Mariana y Marcos, pudieron cincelar tales hijos?
He aquí la respuesta: el gran corazón que tuvieron, y el apreciable caudal de “ciencia infusa”, que pusieron plenos en la crianza de su prole; en una enseñanza en la que el amor se dio con reciedumbre, sin albergue para la molicie ni la permisividad, y donde abundó el buen ejemplo, “única forma de educar”, al decir de Einstein; en fin, pedagogía empírica, que ha dado demostración histórica de una elevada eficacia.
Otra grandeza de Mariana Grajales
Cuando lo más esclarecido de la población cubana resolvió poner término a la tiranía colonial en la isla, separar al país de España y alcanzar la independencia y la libertad, llegó la rebelión a los campos de Majaguabo, donde vivían Mariana y Marcos con sus hijos. Al reclamo de incorporar a los Maceo Grajales a aquellas fuerzas, Marcos determinó marchar al monte con toda la familia; pero, al instante en que el padre y familia daban el paso al frente, Mariana –con toda su elevada autoridad moral- paralizó la partida, entró a la casa, sacó un crucifijo de Cristo y puso de hinojos a todos, para jurar “por  Cristo, el más liberal de todos los hombres” hacer a Cuba libre, o morir en el intento; actitud que se me antoja comparable a la de las madres espartanas, al despedir a sus hijos con aquella exigencia: “Con el escudo, o sobre el escudo”.
Marchó ella misma, dispuesta a cumplir y hacer cumplir aquel resuelto juramento, y pasó casi diez años en aquella augusta, pero durísima manigua: ya en el lomerío de Piloto Arriba, ya en los montes de Barigua o de Mícara; ora en las márgenes del Toa, o en los elevados de Pinar Redondo; lo mismo cultivando la tierra que curando y cuidando a los lesionados, incluidos todos sus hijos, con cuyas decenas de heridas hizo el más largo rosario para sus rezos y mayores demandas a su familia por la libertad de la patria.
En efecto, cuando el entonces teniente coronel Antonio Maceo, cayó gravemente herido en el abdomen, en 1870, mandó a Julio, de 16 años de edad, a tomar las armas; a la muerte de Miguel, en 1874, tocó el turno a Tomás, también entonces de 16 años de edad, y cuando, nuevamente Antonio, en 1876, casi expiraba, por múltiples heridas recibidas, mostró todo el temple de su carácter, al decir a las mujeres llorosas que cercaban el cuerpo del ya brigadier mambí: “¡Fuera de aquí!; ¡no aguanto lágrimas!...Llamen a Brioso [el médico de Antonio], y tú –dirigiéndose a Marcos, a la sazón con 16 años, también-: “¡Empínate!, que ya es hora de que te vayas al campamento.”
Aliento de sus hijos José y Rafael –así como también de otros muchos veteranos mambises de la primera campaña-, en Santiago de Cuba, los apoyó firmemente en los preparativos de la Guerra Chiquita (1879-1880); tiempo en el que sus hijos le exigieron –a sus 64 almanaques- marchar a Jamaica, santuario de buena parte de la emigración revolucionaria cubana.
Son los 14 o 15 años de su vida, en los que –señas que nos dan numerosas correspondencias de la época- se revelan más claros la ternura maternal de Mariana, el grande amor de sus hijos por ella y el respeto que le profesan sus compatriotas…
“Le incluyo una carta de su madre –le escribe el doctor José Mayner Ros a Antonio Maceo-, a quien le di la noticia de que Ud […] estaba bueno y sano, y que ella, como toda madre, se llenó de gozo y de placer.”
“Mamá dice que le digas –señala Tomás, en carta a Antonio- si siempre [has] hallado la colocación que te ofrecieron.” “Mamá y familia te envían cariños”, le afirma Marcos, el hermano menor.
Le ocultan la muerte de Rafael, en 1882; los avatares de José, tras su primera fuga y su entrega de los ingleses a los españoles, y por cuya libertad clama a las autoridades del Reino…
De su inmenso amor y preocupación por Mariana –que también lo manifestó por su padre-, igual dejaron constancia José y Antonio en varias epístolas, de una de la cuales hizo eco José Martí, al responderle a este último: “¡Qué elocuente carta me mandó Ud. sobre la querida viejecita! La he leído mucho ¿No dijo a [l periódico] Patria sobre ella?”
Los curtidos ex combatientes le recuerdan y saludan en sus comunicaciones a sus hijos, especialmente a Antonio: “Mis afectuosos recuerdos a María y a su Señora Madre […]”, le señala siempre Calixto García; “No deje de ponerme a los pies de su María y de su Señora Madre […]; le dice el general Paquito Borrero; “[…] no olvidando decirle que cuando escriba a su señora Madre, esposa y hermanos, presentarles mis respeto y cumplimientos.”, le dice a Antonio su amigo y luchador separatista Manuel Trujillo Bernal.
Precisamente, fue Martí quien más caló en su alma el valor de la imagen, de la significación de Mariana Grajales para Cuba, desde que la conoció en Kingston, en 1892.
Si, en febrero de 1893, le manifestaba a Antonio Maceo su admiración por la carta de este acerca de Mariana, tres meses después, le escribe nuevamente y le dice: “Ahora volveré a ver a una de las mujeres que más ha movido mi corazón: la madre de Ud.”
Y tanto es la admiración por esa mujer extraordinaria, que, en octubre de ese propio año –aún en vida Mariana-, afirma sobre el propio Antonio: “[…] pero Maceo fue feliz, porque vino de león y de leona”; elogios que complementa con sus escritos tras la muerte de la matrona…
A Pocos días del fallecimiento de Mariana, el 12 de diciembre de 1893, en efecto, Martí escribiría en Patria: “Los cubanos todos […] acudieron a su entierro, porque no hay corazón de Cuba que deje de sentir todo lo que debe a esa viejecita querida, a esa viejecita que le acariciaba a usted las manos con tanta ternura […] Patria en la corona que deja en la tumba de Mariana Maceo, pone una palabra: _¡Madre!.”
Tres fechas después, decía a Antonio: “Y de su gran pena de ahora ¿no ve que no le he querido hablar? […] Vi a la anciana dos veces, y me acarició y miró como a hijo, y la recordaré con amor toda mi vida.”
Aún, en enero de 1894, escribió Martí en Patria: “¿qué, sino la unidad del alma cubana, hecha en la guerra, explica la ternura unánime y respetuoso, y los acentos de indudable emoción y gratitud con que cuantos tienen pluma y corazón han dado cuenta de la muerte de Mariana Grajales, la madre de los Maceo?” Y proseguía: “¿Qué había en esa mujer, qué epopeya y misterio había en esa humilde mujer, qué santidad y unción hubo en su seno de madre, qué decoro y grandeza hubo en su sencilla vida, que cuando se escribe de ella es como la raíz del alma, con suavidad de hijo, y como de entrañable afecto?”
Antonio, a su vez, le respondió del siguiente modo: “Ella, la madre que acabo de perder, me honra con su memoria de virtuosa matrona, y confirma y aumenta ni deber de combatir por el ideal que era el altar de su consagración divina en este mundo.”
El otro gran mérito de Mariana
El sólo hecho –ya de por sí inigualable- de haber parido y educado a hombres de la talla de los generales Antonio, José y Rafael Maceo Grajales, que no alcanzaron su estrellato militar por estirpe, sino con los más caros y sostenidos ejemplos de coraje, talento militar y amor a Cuba; el hecho de haber procreado y formado, también, a otros dos teniente coroneles,  que la muerte en combate, o la lisia total, privó de figurar, igual, en la galería de los más altos jefes mambises; el hecho, en fin, de haber parido 12 hijos mambises (11 varones y dos mujeres), de ellos 7 mártires y dos lisiados por la guerra, le da méritos suficientes para justificar esa espontánea distinción con que el pueblo la ha evocado siempre:  Madre de Cuba, Madre de la Patria



forzada a residir, bajo vigilancia, en la ciudad de la Habana, donde le comunicaron la “rendición” de su hijo, en 1874, a cuya noticia ripostó: “No, ese no es mi hijo”. Mas, cuando le informaron que este cayó en manos enemigas, luego de pegarse un tiro para no caer prisionero de los españoles, expresó: “Ese sí es mi hijo”.
¿Por qué, entonces, Mariana Grajales Cuello, esa mestiza, humilde e iletrada mujer es la prelación de los cubanos para tan elevadísimo honor?
Nacida en la ciudad de Santiago de Cuba, no el 26 de junio de 1808, como siempre se dijo, sino el 12 de julio de 1815 –conforme su fe de bautismo, descubierta por el autor de estas líneas-, era el 7 descendiente de la pareja formada por el dominicano José Grajales Matos y Teresa Cuello de Zayas.
Casó, a los 15 años de edad, con el pardo coterráneo Fructuoso Regüeiferos Hechavarría, con quien tuvo por hijos a los nombrados Felipe, Manuel y Fermín Regüeiferos Grajales.
Primera heroicidad de Mariana Grajales
Viuda entre los 23 y los 26 años de edad –algo que aún no se ha podido precisar documentalmente-, tuvo su cuarto vástago, en mayor de 1843, como hijo natural, y a quien bautizó como Julio Germán Grajales, probablemente –eso cree este autor- primero de la larga descendencia que tuvo con Marcos Evangelista Maceo, que son: Antonio de la Caridad (1845), Baldomera (1847), José Marcelino (1849) y Rafael Grajales (1850), así como también: Miguel (1852, primero después de legitimar la unión con Marcos), Julio (1854), Dominga de la Calzada (mayo de 1857) y José Tomás (diciembre de 1857), Marcos (1860) y María Dolores (1861, fallecida a los 15 días de nacida).
Vientres extraordinarios, aquellos que pueden engendrar y alumbrar tantos críos; matrices gloriosas, aquellas que logran, tras el parto –distócico, a veces-, y en larga y difícil batalla formadora, aunar a la cantidad, la calidad de sus críos…
¡Todos los hijos de Mariana –es lo primero que deberíamos distinguirle a esta formidable mujer- fueron, demostradamente, gente de bien: preparados para ser buenos hijos, buenos hermanos, buenos trabajadores, buenos ciudadanos y mejores patriotas.
Defectos aparte, a casi todos -para no pecar de absolutos- les fueron comunes: la voluntad indoblegable, la persistencia racional, dos fuentes del carácter acerado del que siempre hicieron gala; la paciencia, la honradez, la bondad sin flojera, la laboriosidad, la sinceridad –en ocasiones, urticante-, la decencia, el deseo de superación y, sobre todo, el valor; el coraje hasta la temeridad, capaz de garantizar el ejercicio de todas las otras virtudes.
De tal saldo, cualquiera, con toda razón, llega a preguntarse: ¿cómo dos padres iletrados pudieron cincelar tales hijos?
He aquí la respuesta: un gran corazón y apreciable caudal de “ciencia infusa”, puestos plenos en el ejercicio de la crianza; una enseñanza en la que el amor se da con reciedumbre, sin albergue para la molicie ni la permisividad, y donde abunda el buen ejemplo, “única forma de educar”, al decir de Einstein; en fin, pedagogía empírica, que ha dado demostración histórica de su elevada eficacia.
Otra grandeza de Mariana Grajales
Cuando lo más esclarecido de la población cubana resolvió poner término a la tiranía colonial en la isla, separar al país de España y alcanzar la independencia y la libertad, llegó la rebelión a los campos de Majaguabo, donde vivían Mariana y Marcos con sus hijos. Uno de los más reconocidos jefes mambises de aquel momento inicial reclamó la incorporación de los Maceo Grajales a sus fuerzas, y Marcos determinó marchar al monte con toda la familia; pero, al instante en que el padre y familia daban el paso al frente, Mariana –con toda su elevada autoridad moral- paralizó la partida, entró a la casa, sacó un crucifijo de Cristo y puso de hinojos a todos, para jurar “por el más liberal de todos los hombres” hacer a Cuba libre, o morir en el intento; actitud que se me antoja comparable a la de aquellas madres espartanas que despedían a sus hijos con similar juramento: “Con el escudo, o sobre el escudo”.
Marchó ella misma, dispuesta a cumplir y hacer cumplir aquel resuelto lema, y pasó casi diez años en aquella augusta, pero durísima manigua: ya en el lomerío de Piloto Arriba, ya los montes de Barigua o de Mícara, o en las márgenes del Toa o las montañas de Pinar Redondo; cultivando la tierra para el autoabastecimiento y el suministro a los rebeldes; curando y cuidando a los lesionados, incluidos todos sus hijos, con cuyas decenas de heridas hizo el más largo rosario, de madre alguna en los montes rebeldes, para sus rezos y mayores demandas a su familia por la libertad de la patria.
En efecto, cuando el entonces teniente coronel Antonio Maceo, cayó gravemente herido en el abdomen, en 1870, mandó a Julio, de 16 años de edad, a tomar las armas; a la muerte de Miguel, en 1874, tocó el turno a Tomás, también entonces de 16 años de edad, y cuando, nuevamente Antonio, en 1876, casi expiraba, por múltiples heridas recibidas, mostró todo el temple de su carácter, al decir a las mujeres llorosas que cercaban el cuerpo del ya brigadier mambí: “¡Fuera de aquí!; ¡no quiero lágrimas!...Llamen a Brioso (el médico de Antonio), y tú –dirigiéndose a Marcos, a la sazón con 16 años, también-: “¡Empínate!, que ya es hora de que te vayas al campamento.”
Aliento de sus hijos José y Rafael –así como también de otros muchos veteranos mambises de la primera campaña-, en Santiago de Cuba, los apoyó firmemente en los preparativos de la Guerra Chiquita (1879-1880); tiempo en el que sus hijos le exigieron –a sus 59 almanaques- marchar al exilio voluntario, a Jamaica, la isla cercana, santuario de buena parte de la emigración revolucionaria cubana.
Son los 14 o 15 años de su vida, en los que –señas que nos dan numerosas correspondencias de la época- se revelan la ternura maternal de Mariana, el grande amor de sus hijos por ella y el respeto que le profesan sus compatriotas…
“Le incluyo una carta de su madre –le escribe el doctor José Mayner Ros a Antonio Maceo-, a quien le di la noticia de que Ud […] estaba bueno y sano, y que ella, como toda madre, se llenó de gozo y de placer.”
“Mamá dice que le digas –señala Tomás, en carta a Antonio- si siempre [has] hallado la colocación que te ofrecieron.” “Mamá y familia te envían cariños”, le afirma Marcos, el hermano menor.
Le ocultan la muerte de Rafael, en 1882; los avatares de José, tras su primera fuga y su entrega de los ingleses a los españoles, por cuya libertad clama a las autoridades del Reino…
De su inmenso amor y preocupación por Mariana –que también lo manifestó por su padre-, igual dejaron constancia José y Antonio en varias epístolas, de una de la cuales hizo eco José Martí, al responderle a este último: “¡Qué elocuente carta me mandó Ud. sobre la querida viejecita! La he leído mucho ¿No dijo a [l periódico] Patria sobre ella?”
Los curtidos ex combatientes le recuerdan y saludan en sus comunicaciones a sus hijos, especialmente a Antonio: “Mis afectuosos recuerdos a María y a su Señora Madre […]”, le señala siempre Calixto García; “No deje de ponerme a los pies de su María y de su Señora Madre […]; le dice el general Paquito Borrero; “[…] no olvidando decirle que cuando escriba a su señora Madre, esposa y hermanos, presentarles mis respeto y cumplimientos.”, le dice Antonio su amigo y luchador separatista Manuel Trujillo Bernal.
Precisamente, fue Martí quien más caló en su alma el valor de la imagen, de la significación de Mariana Grajales para Cuba, desde que la conoció en Kingston, en 1892.
Sí en febrero de 1893, le manifestaba a Antonio Maceo su admiración por la carta de este acerca de Mariana, tres meses después le escribe nuevamente y le dice: “Ahora volveré a ver a una de las mujeres que más ha movido mi corazón: la madre de Ud.”
Y tanto es la admiración por esa mujer extraordinaria, que, en octubre de ese propio año –aún en vida Mariana-, afirma sobre el propio Antonio: “[…] pero Maceo fue feliz, porque vino de león y de leona”; elogios que complementa con sus escritos tras la muerte de la matrona…
A Pocos días del fallecimiento de Mariana, el 12 de diciembre de 1893, Martí escribiría en Patria: “Los cubanos todos […] acudieron a su entierro, porque no hay corazón de Cuba que deje de sentir todo lo que debe a esa viejecita querida, a esa viejecita que le acariciaba a usted las manos con tanta ternura […] Patria en la corona que deja en la tumba de Mariana Maceo, pone una palabra: _¡Madre!.”
Tres fechas después, decía a Antonio: “Y de su gran pena de ahora ¿no ve que no le he querido hablar? […] Vi a la anciana dos veces, y me acarició y miró como a hijo, y la recordaré con amor toda mi vida.”
Aún, en enero de 1894, escribió Martí en Patria: “¿qué, sino la unidad del alma cubana, hecha en la guerra, explica la ternura unánime y respetuoso, y los acentos de indudable emoción y gratitud con que cuantos tienen pluma y corazón han dado cuenta de la muerte de Mariana Grajales, la madre de los Maceo?” Y proseguía: “¿Qué había en esa mujer, qué epopeya y misterio había en esa humilde mujer, qué santidad y unción hubo en su seno de madre, qué decoro y grandeza hubo en su sencilla vida, que cuando se escribe de ella es como la raíz del alma, con suavidad de hijo, y como de entrañable afecto?”
Antonio, a su vez, le respondió del siguiente modo: “Ella, la madre que acabo de perder, me honra con su memoria de virtuosa matrona, y confirma y aumenta ni deber de combatir por el ideal que era el altar de su consagración divina en este mundo.”
El otro gran mérito de Mariana
El sólo hecho –ya de por sí inigualable- de haber parido y educado a hombres de la talla de los generales Antonio, José y Rafael Maceo Grajales, que no alcanzaron su estrellato militar por estirpe, sino con los más caros y sostenidos ejemplos de coraje, talento militar y amor a Cuba; el hecho de haber procreado y formado, también, a otros dos teniente coroneles,  que la muerte en combate, o la lisia total, privó de figurar, igual, en la galería de los más altos jefes mambises; el hecho, en fin, de haber parido 12 hijos mambises (11 varones y dos mujeres), de ellos 7 mártires y dos lisiados por la guerra, le da méritos suficientes para justificar esa espontánea distinción con que el pueblo la ha evocado siempre:  Madre de Cuba, Madre de la Patria



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