La Guerra Chiquita o la revolución abortada
Cuando, entre finales de mayo y parte del mes de junio de 1878, las
legiones mambisas protestantes en Baraguá, se vieron forzadas a deponer las
armas -tras muchas e infructuosas gestiones para recibir ayuda del exterior y
de las ciudades de la Isla- y avalaron esa actitud con el respectivo acuerdo entre
el Gobierno Provisional de la República de Cuba en Armas y el general en jefe
del ejército español, Arsenio Martínez Campos, de hecho se cerró un
extraordinario capítulo de nuestra historia, pero, de modo tal, que se abría el
prólogo de otro conflicto bélico hispano-cubano…
Emblemáticos jefes y oficiales de dichas fuerzas, por diversas
razones, salieron entonces al exilio voluntario. Algunos, sin embargo, optaron por
seguir combatiendo -o alzados tan solo–, junto con sus partidarios más fieles.
Así lo hizo el teniente coronel José Ramón Leocadio Bonachea y sus
decenas de seguidores, peleando en los límites de Las Villas y el occidente del
Camagüey, hasta el 15 de abril de 1879, fecha en la cual –por consejos y
presiones de sus ex compañeros de gesta villareños- depuso sus armas, no sin
antes hacer formal manifiesto, ese día, de rechazo a la dominación española en
Cuba y de no acogerse a ningún pacto;
actitud que ha pasado a la historia como la Protesta de Horno de Cal (o de
Jarao).
Destaca, también, parecida conducta de los comandantes Ignacio Díaz y
Francisco Estrada, y de los más de 60 con que contaban en las tierras montuosas
de Bayamo y Manzanillo, quienes mantuvieron la vida guerrillera hasta finales
del año 1878, en que, presionados bajo el argumento de cesar entonces para
continuar más tarde –y así evitar mayores penurias, muertes y hasta el descrédito
de la propaganda española, que los calificaba como bandidos- plantearon al
general Antonio Maceo el dilema de cejar o proseguir, y este les aconsejó la
desmovilización provisional, con vistas a una venidera y crucial partida.
Igualmente memorable fue la postura del capitán Modesto Fornaris Ochoa,
quien, dice un acta levantada al efecto, “Aguantó lo indecible” junto a sus 10
harapientos compañeros, hasta que, en octubre de 1878, forzados por el hambre, la
sed, la falta de municiones, la ausencia de apoyo popular a su causa y la implacable
persecución de las tropas españolas –así como las gestiones de amigos y ex
insurrectos- dejaron las armas, en espera de momentos mejores; todo lo cual
consignaron en la denominada Protesta de Fray Benito (Holguín).
Tres ejemplos de rebeldes extraordinarios, que caben en la historia de
Cuba como máximas expresiones de valentía, patriotismo e intransigencia
revolucionaria; y que presagiaban la determinación de los cubanos de volver a
la manigua redentora…
Hubo, además, numerosos líderes de la recién pasada insurrección –casi
todos protestantes en Baraguá- que decidieron, tras los acuerdos de Sierra
Pelada, quedarse viviendo en la pacificada geografía isleña de la entonces
llamada Perla de las Antillas, en este caso, en campos y ciudades de la región
oriental, y aunque aparentemente lo hicieron para disfrutar del manto de paz,
en realidad quedaron a la espera de las órdenes pertinentes para recomenzar la
lucha.
Entre los más notables de esos se contaron, al menos en Oriente: los brigadieres Guillermo Moncada,
Arcadio Leyte Vidal, José Medina Prudente, Silverio del Prado y Belisario Grave
de Peralta; los coroneles José Maceo Grajales, José María Rodríguez (Mayía), Pedro Martínez Fraire, Pablo
Beola, Mariano Torres, Limbano Sánchez Rodríguez, José Perera, Emiliano Crombet
y Antonio Soria; los tenientes coroneles Rafael Maceo Grajales, José Lacret
Morlot, Quintín Banderas Francisco Leyte Vidal, Eduardo Ramírez, Esteban
García, Ramón González, Joaquín Planas Ulloa, Agustín, Juan Pablo y José
Candelario Cebreco, José Prado González, Luis de Feria Garayalde, Higinio
Vázquez, Martín Torres, José Vázquez, José Mejía (Cartagena), Prudencio
Martínez Hechavarría, José Rogelio Castillo Zúñiga y Francisco Pérez Garoz; así
como también, los comandantes Vicente Pujals, Alfonso Goulet, Victoriano
Garzón, Fulgencio Duharte, Alejo Brossard y Juanico Álvarez, entre otros.
Una situación insoportable
Finalizado aquel hazañoso epílogo de la Guerra de los Diez Años, y
sobrevenido el esperanzador período de paz, no fue mucho el tiempo que los
cubanos –sobre todo, los orientales- pudieron disfrutarlo…
A un panorama en el que los tres principales problemas que llevaron a
los cubanos a la primera campaña contra el imperio español en la isla -dígase: el coloniaje, la falta
de libertad y la esclavitud-
estaban vigentes aún, se sumaron la
agudización de las penurias de la población, la falta de empleos, la carestía; así como también los persistentes y
más generalizados déficits financieros en la administración pública. En fin, se plantó otra vez en el
horizonte de la Isla las causas de una nueva guerra…
Bajo la sombra de la pregonada paz, en octubre de 1878, se llevaron a cabo,
por un lado, las primeras reuniones importantes de los jefes veteranos de la
Guerra Grande en la emigración con el propósito de reiniciar la lucha armada en
la Isla; por el otro, el comienzo de la estructuración de los movimientos
internos dentro del país para alcanzar tal fin, y cuya aparentemente cautelosa
acción, era seguida por la inteligencia española desde los inicios, como parte
de un solapado y macabro plan, que solo se puso al descubierto con la detención
del coronel mambí Pedro Martínez Freire (en Jovellanos, Matanzas, el 23 de mayo
de 1879) y los sucesivos apresamientos de los brigadieres Flor Crombet y
Silverio del Prado, algunos de los hijos de este, los coroneles Mayía
Rodríguez, Pablo Beola y José A. Aguilera;
incluso, del capitán Vicente Miniet, así como también de los tenientes
coroneles José Rogelio Castillo y Francisco Pérez Garoz, que formaban la mayor
parte de los jefes y oficiales mambises blancos del proyectado movimiento
insurreccional en Cuba.
¿Por qué no prender, igual, a figuras tan decisivas en la futura
guerra como Moncada, los Maceo, Quintín Banderas y toda la restante pléyade de
jefes y oficiales pardos y morenos que, bien conocían las autoridades españolas,
estaban absolutamente comprometidos con el movimiento insurreccional previsto?
Fueron objetivos muy claros:
primero: tener neutralizados a jefes
blancos que habrían tenido una gran influencia posterior, tanto dentro como
fuera de Cuba; segundo, demostrarle a los jefes y oficiales pardos y morenos
que estaban a merced de los autoridades españolas, o lo que es igual: que en cualquier momento podían ser
apresados y –quién sabe- hasta fusilados, por lo que, siguiendo una lógica
elemental, se los empujaba a una acción precipitada, como al cabo ocurrió, con
lo cual los rebeldes no contarían ni con las armas ni las municiones y
avituallamiento generales necesarios, ni con apoyo de otros de su clase, que
estimaban prematuro el movimiento, ni con todos los mandos adecuadamente
estructurados; en tanto que, las autoridades españolas, dispondrían de un gran favor: el vil, pero siempre eficaz pretexto,
de enfrentar una guerra racista, con el azuzado peligro de la venganza negra
sobre la población blanca de la Isla, lo que iba a disminuir enormemente el
apoyo interno y externo de la revolución, tal como resultó, lamentablemente….
Habidas las cuentas, a menos de un año de haberse acogido a la oferta
de paz del general Arsenio Martínez Campos, los revolucionarios cubanos, tras masivos
y descuidados preparativos, se aprestaron para su segunda contienda separatista
y abolicionista.
Mas, cumplidos los 15 meses de la muy pregonada pacificación
–exactamente el 25 de agosto de 1879, en el campo holguinero, y al siguiente
día, sobre todo, en la ciudad de Santiago de Cuba-, decenas de jefes y
oficiales ya veteranos, se fueron a la manigua con sus legiones de seguidores
para intentar, una vez más, el logro de la independencia de la Isla, la
libertad del pueblo y la abolición de la ominosa esclavitud en el país.
Fue primero en el levantamiento, Belisario Grave de Peralta, quien, el
25 de agosto de 1879, seguido de algunos pocos hombres, se fue al campo
holguinero…
Pero el mayor alzamiento ocurrió un día después, en la ciudad de
Santiago de Cuba, donde –tras burlar la estricta vigilancia española sobe
ellos-, el brigadier Guillermón Moncada, el coronel José Maceo y el teniente
coronel Quintín Banderas encabezaron la rebelión armada en la entonces
denominada Plaza de la Hierba, de la barriada de Los Hoyos, donde atacaron a
una patrulla de la Guardia Civil, en tanto el coronel Emiliano Crombet lo hacía
en un punto citadino cercano a la bahía santiaguera y conocido por La Playita;
hechos que marcan el inicio de la segunda campaña cubana por la independencia
de España, más conocida como la Guerra Chiquita, por su duración de poco más de
9 meses.
No obstante todas previsiones colonialistas – y a veces muy contrarias
a ellas-, los insurgentes aumentaron sus filas notoriamente en los días
inmediatos al alzamiento, con adhesión de veteranos combatientes seguidos de
decenas de hombres armados y desarmados, de algunas peonadas esclavas liberadas
e incluso de decenas de voluntarios y guerrilleros al servicio de España en
Cuba.
Asi, se impidió el cumplimiento del designio tenebroso de los
generales Ramón Blanco y Camilo Polavieja de aniquilar a todo el núcleo de
alzados en armas en un santiamén, aunque los factores ya apuntados de
precipitación del movimiento y de falta de apoyo interno y externo, sumado al
colosal error de preterir al general Antonio Maceo de la primera expedición
armada a la Isla y a la tardía llegada del general Calixto García (mayo de
1880), principal jefe del levantamiento causaron el sucesivo enervamiento y,
finalmente, la derrota de la rebelión.
Por una u otra de esas razones expuestas, muy tempranamente, a
mediados de octubre de 1879, depusieron las armas en Holguín, Belisario Grave
de Peralta, Remigio Almaguer y el ex oficial de voluntarios Garmendía; al igual
que Luis de Feria; lo hicieron,
semanas después, Mariano Torres, Rabí, Salcedo y los hermanos Reyes, en
Baire-Jiguaní, y, el 5 de enero de 1880, Emiliano Crombet, con los hermanos
Cebreco, Martín Torres, Goulet y otros en El Cobre; grupos que, pese a librar
no pocos y rudos combates, dejaron el peso de la guerra a las fuerzas de los
generales Moncada, José y Rafael Maceo, cuyas tropas sostuvieron, desde los reñidos
y airosos combates de Sabana Abajo y Loma de la Veleta, en septiembre y octubre
de 1879, más de 70 acciones de guerra importantes, comprendidos algunos
combates desfavorables, como los de Macío Arriba, Yaguasí, Mucaral y Arrojo
Verdejo y Cueva del Muerto, y otros victoriosos, como de Los Lirios, Mefán,
Achotal y Arroyo de Agua-Loma de la Doncella, y sin contar los librados, a su
vez, por Limbano Sánchez y José Prado, en Baracoa, y el ex oficial guerrillero
Periquito Pérez, en Guantánamo.
Aquel conjunto de acciones –más heroicas por llevarlas a cabo en
condiciones de desventajas infernales-
provocaron casi 110 muertes, 276 heridos y 30 extraviados, entre las
fuerzas gubernamentales, según fuentes españolas; en tanto, los cubanos tuvieron
170 muertos, 109 heridos, más de 1 702 presentados con armas y más de 4 000
desarmados, incluidas 1325 mujeres y casi 600 niños.
Ningún efecto práctico tuvo el desembargo del general Calixto García
con un grupo de jefes superiores destacados -los brigadieres Medina Prudente,
Modesto Fonseca y Pio Rosado, entre ellos-, a mediados de mayo de 1880, por
Aserradero, ni la serie de combates defensivos frente a los reiterados asaltos
enemigos.
Al fin, de los veintitantos expedicionarios y adheridos en su marcha,
quedaron él y otros 2 compañeros. El resto cayeron muertos en combate,
fusilados o se presentaron a las autoridades. Calixto capituló el 4 de agosto
de 1880, en zona cercana al ingenio Mabay, en Bayamo. Dos meses antes –el 1 de
junio de ese propio año- Moncada y José Maceo habían firmado un acuerdo de
deposición de las armas y salida al extranjero, en lo que se conoció como el Pacto
de Confluentes (o de Celina), al cabo deshonrado por las autoridades
españolas, al llevar a estos jefes y a la mayor parte de sus seguidores a las
prisiones de las costas africanas.
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