La
significación más reiterada sobre la vida de Mariana Grajales apunta, con toda
lógica, al patriotismo, hacia el amor a Cuba, de lo cual dio muestras sobradas
y constantes, desde el momento mismo en que su país lo demandó crecido a todos
los cubanos…
Lo
advierten así cuantos han escrito acerca de esta mujer sencilla y a la vez excepcional, y, con notable precisión, acerca de su entrega cabal a la patria,
porque Mariana, en verdad, lo dio todo por Cuba, lo mismo en relación con sus
bienes materiales que con respecto a su numerosa familia; ofrendó tanto su
sudor como sus más caros sueños; igual durante los diez cruentos años de la Guerra
Grande, que en su largo y duro exilio en la vecina isla de Jamaica, hasta su
muerte, el 27 de noviembre del 1893..
Mariana,
en efecto, es el mérito vivo e indiscutible de una mujer cubana humilde que
trocó el hogar apacible y venturoso de Santiago de Cuba y de Majaguabo por los
azarosos y cambiantes palmos de monte, en los que ella y su prole (las féminas
y los vástagos menores) labraban la tierra para el abasto propio y el auxilio
de los combatientes; atendían a los heridos y enfermos mambises, en medio del asedio
y la agresión frecuente de las fuerzas españolas y de sus secuaces criollos, mientras
los hijos mayores –los Regüeiferos y los Maceo-- guerreaban por la libertad, en
cuyo compromiso vivió Mariana su conmocionado tránsito de la madurez a las
puertas de la ancianidad.
Por
supuesto, la posteridad la distingue especialmente por eso: por ser la esposa
leal que apoyó sin reserva la resolución del veterano marido y de sus hijos respondiendo
al llamado revolucionario de Cuba, y, más que todo, por ser la progenitora que
supo vencer el sobreprotector instinto materno, y se empeñó en acuciar a sus diez
retoños varones para emancipar la patria esclava y a los miles y miles de
negros en servidumbre en la Isla.
Pero
se puede ver con agrado, y cada vez más, que las generaciones actuales de
nuestra heroica Isla van distinguiendo en Mariana, no solo esos méritos
fenomenales, sino también su extraordinaria pedagogía, empírica pero
evidentemente provechosa, que le permitió formar, en el más amplio sentido de
la palabra, doce hijos virtuosos, doce hombres y mujeres de bien, doce
formidables ciudadanos, con historiales extraordinarios todos en la fundación
de la patria, de la cual los cubanos carecían por entonces; doce acérrimos enemigos
del abuso, de la arbitrariedad y de la anarquía; enemigos jurados, pues, del
régimen tiránico colonial español, y por lo mismo, defensores íntegros de la
ley y del orden dentro la República de Cuba en Armas.
No
puede ser coincidencia –ya lo hemos dicho en otras ocasiones-- que tamaña
prole, sin excepción alguna, fuera un conjunto tan emblemático en la posesión
de tantas y tan útiles cualidades patrióticas, cívicas y humanas, como fueron
los descendientes de Marcos y de Mariana.
Porque
a todos los descendientes de esta extraordinaria pareja –también lo hemos
consignado antes-- les fueron comunes la honradez, la laboriosidad, la sencillez
y la franqueza; un gran sentido común, una férrea voluntad, mucha perseverancia,
firmeza de carácter, amor a los padres, a la familia, a la Patria, y un valor a
toda prueba, capaz de garantizar el ejercicio de todas esas virtudes, y de arrostrar
las consecuencias que de tal proceder derivasen.
Enseñanza
esa, en fin, de obra y de palabras; de rectitud y ternura, para formar hombres
y mujeres que supieran vivir para sí y para los demás, para su entorno y para
la patria –la grande y la chica--; en suma, hombres y mujeres de bien; dechado
plenamente imitable en las mujeres cubanas de hoy, para dar a Cuba buenos
ciudadanos.
En
consonancia con su patriotismo, con sus aportes innegables en varios sentidos, el
país, desde los albores de la República, le ha venido rindiendo tributos a la
gran matrona y heroína; reconocimientos que han alcanzado las más altas cumbres
de la evocación en las últimas décadas, en que su nombre bautiza muchos centros
y lugares importantes de nuestra ciudad y de la nación, en que su imagen
esculpida se nos brinda en bustos y estatuas, especialmente la que se levanta
en el cementerio patrimonial de Santa Ifigenia, obra del insigne escultor
Alberto Lescay Merencio, donde ocupa un lugar privilegiado como fundadora de la
nación, y, sobre todo, por su distinción, generalmente aceptada, de Madre de la
Patria.
Pero
Mariana sigue siendo desconocida en muchos aspectos de su vida, tanto en la
manigua como en la emigración, lo que exige búsqueda y remedio. Y lo fuera
totalmente, sin crédito para un tributo merecido, de no ser por el testimonio o
los datos escuetos de su grandeza sin cuento, expuestos, breve o largo, por
algunos patriotas que la conocieron y aquilataron, como son los casos
principalísimos del general José María Rodríguez y de nuestro Héroe Nacional,
José Martí.
A
ellos debemos, ya la descripción de sus hazañosos procederes, o la confirmación
de sus grandes cualidades.
Al
general Mayía Rodríguez, por ejemplo, la muerte de la madre de los Maceo, el 27
de noviembre del 1893, le suscitó este sentido pésame:
“Pobre
Mariana, murió sin ver a su Cuba libre, pero murió como mueren los buenos, después
de haber consagrado a su Patria todos sus servicios y la sangre de su esposo y
de sus hijos. Pocas matronas producirá Cuba de tanto
mérito, y ninguna de más virtudes.”
De
Martí son las palabras más sentidas dedicadas a ella: desde la anécdota en que
describe el traslado del cuerpo acribillado a balazos del General Antonio, casi
exánime, cuando Mariana, dando muestra de ecuanimidad ilimitada, de entereza
suprema y de un tino sin par, manda a buscar al doctor Brioso, y ordena la
salida del improvisado cuarto de cura, de cuantas con su llanto desconcertaban aquel
ambiente.
Martí,
que –no importa cuántas veces se repita- la describió en sus últimos días de
vida, y dio a los cubanos estas líneas llenas de difícil y logrado equilibrio
entre la emoción y la certeza, de pleno sentir y de absoluta justicia,
cuando,12 de diciembre de 1893, escribió: “Muchas
veces, sin que me hubiera olvidado de mi deber de hombre, habría vuelto a él
con el ejemplo de aquella mujer”; o cuando, el 6 de enero de 1894, aún
conmovido por la muerte de la ilustre matrona, reseñó en el propio periódico
Patria: “¿Qué había en esa mujer, qué
epopeya y misterio había en esa humilde mujer, qué santidad y unción hubo en su
seno de madre, qué decoro y grandeza hubo en su sencilla vida, que cuando se
escribe de ella es como la raíz del alma, con suavidad de hijo, y como de
entrañable afecto?”
A Martí, y a su hijo Antonio, quien respondió
a la carta-pésame del primero, en estos términos conmovedores: “!Ah¡ ¡Qué tres cosas¡: Mi padre, el pacto
del Zanjón y mi madre […] La tercera causa de pena la conoció usted de cerca,
cuando apenas podía oírsele hablar de las cosas de Cuba libre, como ella decía,
de la Revolución, con la ternura de su alma y el encanto maternal que produce
lo que se amasó con tanta sangre generosa y nos obliga al cumplimiento de nuestros deberes
políticos. A ella, pues, debo la consagración de este momento, y ojalá no lo
enfade con este desahogo de pesar su agradecido amigo A. Maceo.”
A su
hijo Antonio, quien en medio de la última guerra separatista aun bregaba por
levantarle a su madre, con medios propios, un monumento en Kingston, que ya,
por fortuna, sus coterráneos deudores le han levantado de muchas maneras en su
tierra natal…
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