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miércoles, 7 de diciembre de 2011

Antonio Maceo cayó en combate hace 115 años, pero...


Lo que hizo España colonial para
eliminar a su más grande enemigo

Hay un modo en extremo sintético, con el que se podría evadir la muy redituable, pero también muy exigente manera de estudiar la obra y las muchas formas de que se valió Antonio Maceo Grajales para expresar su pensamiento; una manera insólita y sencilla –si se quiere- de poder apreciar la real dimensión, la verdadera significación de su importante personalidad: que es seguir las huellas de cuántas veces –frutos siempre de planes macabros- intentó el gobierno colonial español sobornarlo, matarlo y desacreditarlo.
Es algo que se puede decir como afirmación absoluta: ningún cubano de su tiempo, ninguno de los líderes separatistas  cubanos de aquellas lides patrióticas  sufrió tantos designios para anularlo de la contienda, incluso de cualquier forma.
En efecto, en el lapso de sus casi 30 años de lucha por la independencia patria, la abolición de la esclavitud, la libertad, la igualdad y la fraternidad de todos los hombres, el general Maceo –a la luz de los hechos- fue el más importante objetivo de los planes de la España colonial para quitarse de encima a sus adversarios. Nunca –que se recuerde, en la historia nacional al menos- se ensayaron contra un hombre tantos esfuerzos por ganárselo lo mismo con ofrecimiento de dineros que con derroche de halagos; jamás tantos conatos reclamaciones a gobiernos extranjeros, de eliminación física y -ante el reiterado fracaso de tales maquinaciones- de infamarlo, de excluirlo moralmente de su puesto entre sus seguidores…
Sin alardes, con su sencillez de hombre llano y limpio, despreció  varios intentos españoles -abiertos y solapados- de comprarlo, desde que, en 1870, el general Valmaseda aupó la estúpida idea de enviarle una propuesta de 50 onzas oro para que, cuando menos, desertara de la insurrección, y pasando por las ofertas indirectas del general Martínez Campos, antes y después del Pacto de Zanjón, y la de los cónsules españoles en Kingston, Puerto Príncipe y Santo Domingo, y otros, delirios del mandante en el Departamento Oriental de la Isla de Cuba, el general Camilo Polavieja. De ahí que dijera: “Ese hombre no recuerda, sin duda, que yo, por despreciar gruesas sumas [de dinero] que en esta época pude percibir del Gobierno de España, me encuentro hoy pobre, pero con la frente altiva dondequiera que me presente.”
Las andanadas de elogios a su personalidad, provenientes de los más encumbrados personajes del campo enemigo – y que, como a cualquier mortal, debieron causarle inicial halago- las asumió con absoluta indiferencia, al cabo, gracias a alimentar en él la sencillez y la modestia.
El miedo –nada gratuito, por cierto- que inspiraba a las autoridades coloniales llegó a ser tal, que no sólo se ensayaron esas prácticas ya descritas, sino también otras radicales en extremo: reclamos de expulsión y, en menor medida, de alejamiento de las costas que daban hacia Cuba, a los gobiernos de Jamaica, Haití, Santo Tomás, Isla Gran Turquía, según hace constar al recién electo presidente de Honduras, Luis Bográn, el 28 de noviembre de 1883, a quien, de modo similar -como posteriormente, al gobierno de Costa Rica- el gobierno español extendió esos reclamos…
“El gobierno español me ha dado siempre la importancia que nunca he tenido en los acontecimientos políticos de Cuba”, le dice al propio mandatario centroamericano; resumen que incluía en su apreciación no sólo los amagos de sobornos, los reclamos a diversos gobiernos para extraditarlo u obstaculizar cualquier movimiento suyo hacia Cuba, y las reiteradas ponderaciones de sus cualidades, sino, también, lo que con mayor y esperanzadora contumacia ensayaron los gobernantes coloniales españoles contra Antonio Maceo fue el intento de magnicidio.
Así fue: en julio de 1870, cuando sólo ostentaba los grados de teniente coronel del Ejército Libertador, pero en que ya compañeros y oponentes hacían lenguas de sus notables éxitos militares, además de que quisieron comprar su lealtad –como ha quedado dicho en líneas anteriores-, enviaron a la zona de operaciones de Majaguabo (hoy municipio santiaguero de San Luis) a un sujeto nombrado Manuel Hechavarría, para asesinarlo. Con igual destino, en 1874, sacaron del presidio a José de las Mercedes Colás, con oferta de libertad y dinero por matarlo.
Asimismo, en 1879, en la vecina Haití, el gobierno colonial de la Isla de Cuba urdió un macabro plan, con varias tramas asesinas, que podríamos “Conspiración de Antonio Fierro” (nombre del cónsul español en ese país que la dirigió), la cual contó con la participación los denominados generales dominicanos (“baecistas”) Díaz y Antonio Pérez y 7 individuos más (por 500 pesos oro, por matar a Maceo, y 560, por capturarlo), así como con numerosos marines del buque de guerra español “Guadalquivir”, surto en la rada de Puerto Príncipe, que hasta tuvo la anuencia del presidente haitiano Salomón, quien –malhumorado por salir ileso Maceo y haber generado inmensa simpatía en el pueblo- decretó la prisión del Héroe cubano, que este pudo evadir con su salida clandestina del país.
No cejaron en el empeño los jerarcas colonialistas: en 1880, dieron a José R. Vardespino la misión de asesinar al general Maceo, aprovechando su inclusión entre los expedicionarios de este jefe que iban a invadir las playas de Cuba, cuyo designio se frustró porque, cuando el asesino hundió el cuchillo al ocupante de la hamaca del líder separatista, resultó que no era éste el que estaba descansando en ella, sino el teniente coronel dominicano Deogracia Martí, quien resultó herido en el trance.
Tampoco el fiasco les disuadió, y lo intentaron, días después en Islas Turcas, en grande: cuando empeñaron en su proyecto a un comando de infantes de marina del “Blasco de Garay”, en una acción armada nocturna; intento que se derrumbó porque –apercibido de la maniobra- Maceo preparó una emboscada, y el ataque fue severamente rechazado, con importantes pérdidas para el comando español. Por cierto, que fue –hasta donde sepamos- la única vez que Maceo tuvo un combate fuera de Cuba.
Aún, en ese propio año de 1880, hubo sendos preparativos para ultimar a Maceo en Santo Domingo y Puerto Plata (República Dominicana), que la perspicacia de Maceo y el celo de las autoridades amigas de ese país impidieron que se consumaran. Un año después (1881), sería en Kingston (Jamaica), donde igual se malogró la empresa asesina, o como él había calificado el asunto: “[...] la mezquina idea del exterminio del individuo, como si con su muerte se arrancara la idea infiltrada en el corazón y en la conciencia de una sociedad”.
Decayeron las diligencias separatistas de invadir a Cuba y, cuando se reanudaron (Plan Gómez-Maceo de 1884-1886), fueron lo bastante reservadas, algo que –sumado al hecho de residir en Honduras, donde eran bien vistos- alejó del panorama el plan de asesinato contra el Héroe de Guantánamo, Rejondón de Báguano, el Zarzal, Santa María de Ocujal, Invasión a Occidente, San Felipe y Cayo Rey, Invasión a Baracoa, Juan Mulato, San Ulpiano y Mangos de Baraguá.
Sin embargo, tan pronto como se reanudaron los esfuerzos más serios por independencia, en el primer lustro de los años de 1890, los españoles retomaron sus objetivos magnicidas contra Maceo, con tres intentos muy graves: uno en el camino de Nicoya a Puerto Limón, donde –desde una espesa foresta- hirieron de un disparo la cabalgadura del general, pensando que él la montaba en esos momentos; luego, el 10 de noviembre de 1894, en el conocido episodio, a la salida del teatro Novedades, de San José, cuando escribió a Martí: “Turba española hirióme la espalda, estaré pronto bueno”, y cuando –defraudados por no haber logrado su muerte- intentaron envenenarlo.
No pudieron. Las previsiones del general, el apoyo de sus amigos y seguidores; muchas veces la actuación de las autoridades de varios países y -¿por qué no?- la suerte estuvieron a su favor…
Pero la carta no fue desechada del todo. Incluso después de iniciada la guerra; después de la exitosa Campaña de Oriente y de la no menos triunfante Invasión a Occidente, el más alto personero en funciones del régimen colonial español, el señor Antonio Cánovas del Castillo, presidente del Consejo de Ministros; es decir, la más alta representación del Gobierno metropolitano, dio una no muy velada orden de matar al gran enemigo –y no sólo a él-, cuando dijo, poco más o menos así: “Basta dos balas para acabar la guerra de Cuba”. Una era dirigida al General en Jefe de los insurrectos, Máximo Gómez Báez; la otra, por supuesto, para el lugarteniente del Ejército Libertador, Antonio Maceo, el hombre que burló la muerte tantas veces en el combate –con 31 heridas de balas anteriores, según mi cuenta-, el hombre que chasqueó en muchas oportunidades las prisas españolas por asesinarle, el hombre que víctima de los disparos 32 y 33 que recibió, en medio de una verdadera escaramuza, cayó mortalmente herido, el 7 de diciembre de 1896, hace ya 115 años.


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