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sábado, 29 de octubre de 2011

A 116 años de la Invasión a Occidente


La apoteosis inicial de
aquel asombroso hecho

Para otro jefe militar insurrecto, hubiera bastado cumplir los requisitos organizativos: las precisiones de suministros del momento y ulteriores, las previsiones de orden y de operaciones...
Para Antonio Maceo eso no era suficiente; para él significaba mucho que todos adquirieran conciencia de que aquella misión que iban a emprender era continuación de lo que 17 años antes aconteció en esa misma sabana, que todos los allí presentes –así como también quienes recibieran noticias del suceso e, incluso, la posteridad- tuvieran constancia del magno hecho, toda vez que eso se traduciría, por un lado, para crecimiento de la conciencia en su fuerza y en todos los libertadores de justeza de la causa de la independencia y de la libertad de Cuba y, consecuentemente, acrecer el compromiso de honor de concluir con éxito el empeño, comprendidos los sacrificios soberanos de la descomunal expedición que iban a llevar a cabo.
Es que aquel menestral humilde no era el mismo que en octubre de 1868 ingresó a las legiones que comenzaban a hacer la guerra patria. Veintisiete años del más vasto y completo andar y del más fructífero intercambio con la ilustración de toda índole y de muchas partes, lo habían terminado de formar y de madurar no sólo como un jefe cada vez más brillante en el arte militar, sino como político de gran estimativa.
Por eso fue deliberado el lugar, por eso fue premeditada la solemnidad y no menos intencionados los dos actos que previó para aquel 22 de octubre de 1895, fecha del liminar de la Invasión a Occidente, la más portentosa marcha insurrecta de la historia americana, la hazaña militar más grande del siglo XIX, según el criterio de algunos respetabilísimos especialistas.
Y así fue: escogió, no Cayo Francés, donde recibió al Consejo de Gobierno, sino la sabana de Baraguá, el monumento perenne al honor revolucionario, simbólico indicativo de la continuidad de aquella lucha trunca por el vejamen, alegórica advertencia -¿quién sabe?- de que no sería probable, ni admisible, otro Zanjón.
Para la ocasión, asimismo, mandó a construir una calzada, a cuyos lados se alzaron las carpas de la tropa, y al fondo de ella: una explanada y una glorieta (o templete) de madera rústica, de doce varas de diámetro, engalanada con arcos de triunfo, ramos de flores silvestres y pencas de nuestra palma real, con farolitos de colores, donde se ubicó al Consejo de Gobierno, a los jefes militares y el Estado Mayor del general Maceo.
En la planicie, bajo los acordes de marchas y danzas, interpretados por la banda de música del Cuerpo Invasor, se reunió, debidamente formadas las fuerzas expedicionarias; después, el general Maceo presentó el Ejecutivo –integrante por integrante- a la tropa, y seguidamente ésta hizo el Juramento de Honor ante el Consejo de Gobierno, encabezado por su presidente Salvador Cisneros Betancourt, ante la Enseña nacional y los acordes del Himno de Bayamo, en acto que el propio Marqués calificó de impresionante, “imposible de describir”.
De noche –y con no menos intencionalidad-, se celebró el acto en el templete, en el que tras los temas musicales de ocasión, entraron Maceo cogido del brazo por el Presidente Cisneros; detrás el resto del Consejo de Gobierno mezclado con algunos jefes orientales y del Estado Mayor de la columna invasora.
Ya sentados en órdenes jerárquicos, discursaron el abogado holguinero, coronel Francisco Freixes, auditor de la columna; Gustavo Ortega, literato y periodista colombiano, y el periodista y maestro santiaguero, Federico Pérez Carbó, secretario particular y jefe del Despacho de Maceo, respectivamente.
A todos respondió Cisneros Betancourt, reiterando el compromiso de apoyarlos siempre –lo que, adelantemos- no se cumplió realmente-, y cerraron la velada con una cena mambisa, con 100 cubiertos primero y otros 100 después.
A la mañana siguiente, con la bruma de la alborada, guiados con por aquella gloriosa estafeta de la Estrella Solitaria, partieron los cientos de soldados orientales a los confines del oeste cubano, con las miras puestas derrotar, al fin, los más de 4 siglos de dominación española sobre Cuba.
Les esperarían casi 1 700 km de camino, por lodazales y lomeríos, criminales para los cientos de infantes, sobre todo, asediados por decenas de miles de los mejores soldados y jefes españoles; treinta combates y acciones de fuste contra esas fuerzas superiores en número de hombres y, cuantitativa y cualitativamente, en armamentos; cuatro meses de jornadas sin par, en las que derrotaron mayormente, o burlaron al enemigo, y causaron la destitución del laureado capitán general Arsenio Martínez Campos; y en que cumplieron, con sobrado honor su juramento con la Patria; aunque –ya esa es otro capítulo de la historia- abandonados a su suerte, prácticamente, en los predios pinareños…

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