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lunes, 24 de octubre de 2011

En el 166 aniversario de su natalicio: Los hombres del General

De un tiempo a esta parte, he escuchado reiteradamente el rumor de que alguien –o “alguienes”, como diría un noble, pero iletrado amigo- ha(n) acusado de clientelismo al general Antonio Maceo Grajales; o sea, de proteger y amparar a subalternos, a fin de obtener de ellos sumisión y prebendas.
Con pleno derecho a la propia opinión, y “armado” –quién sabe, quizás, a lo mejor; en fin, imaginamos- de un “documento” equis, revelador y harto demostrativo -pues no sabemos en qué se basa(n) para ello, realmente-, el indeterminado personaje debe haber encontrado razón suficiente para fichar a Maceo con tal cartel; es decir, para ponerlo entre aquellos patriotas a los que debemos mirar con prevención y desconfianza.
No es posible responder a alguien que no sabemos quién es, ni sobre algo de lo que nada sabemos en cuestión. De modo que no será este trabajo una contestación –propiamente dicha- a tamaña y grave afirmación, que no es ni la primera, - y baste repasar el artículo “¿Quiénes, cuándo y por qué hablaron mal de Maceo?-, ni será la última…

Sin embargo, el señalado ruido ofrece ocasión para –en un aniversario más de su natalicio- tocar un tema interesante, revelador de las relaciones del General y sus subordinados, de las bases en que se sustentaron, y de los únicos privilegios que les otorgó Maceo en medio de la lucha.

LOS ESTADOS MAYORES DEL GENERAL MACEO

No es secreto para nadie que el general Antonio Maceo se rodeó siempre de muchos de los hombres ilustres del mambisado, y cosa fácil de advertir…

En la primera guerra, por ejemplo, estuvieron entre los principales jefes bajo su mando y sus ayudantes: Leonardo del Mármol Tamayo, Arcadio Leyte Vidal Delgado, Juan Rius Rivera, Guillermón Moncada, Silverio del Prado, Flor Crombet Tejera, Ismael Céspedes, Pedro Martínez Freire, Félix Figueredo Díaz y Fernando Figueredo Socarrás, Emiliano Crombet Ballón, Limbano Sánchez Rodríguez, José Medina Prudente, Juan Cintra, Agustín Valton, Teodoro Laffit, Miguel Santa Cruz Pacheco Moreno, Belisario Grave de Peralta y Zayas, los hermanos Rafael Pablo y Manuel Amábile Arambarry, José Bernardino Brioso, Pablo Beola, Francisco Leyte Vidal Inarra, Luis de Feria Garayalde, Benjamín Roza, José Francisco Lacret Morlot, los hermanos Agustín, Juan Pablo, José Candelario y Antonino Cebreco Sánchez, Patricio Corona, Quintín Banderas, Esteban Torres, Elías Pérez Burgos, Alejo y Julio Brossard, y Silverio Sánchez Figueras, entre otros, que incluyen a sus numerosos hermanos.

En la conflagración de 1895-1898, resaltan, entre los jefes subordinados y ayudantes: José Miró Argenter, Quintín Banderas, Luis de Feria, Joaquín Castillo Duany, Adolfo Peña, Pedro Sotomayor, Francisco Freixes, Hugo Róbert, Mariano Sánchez Vaillant, Rafael Portuondo Tamayo, José Castro Palomino, Juan Maspóns, Federico Pérez Carbó, Enrique Loynaz del Castillo, José Camacho Riera, los hermanos Vidal y Juan Eligio Ducasses, Pedro y Ramón Ivonet, y los jóvenes ayudantes: Manuel Piedra Martel, Carlos González Clavel, Pelegrín Carulla, Alfredo Jústiz, Alberto Boix, Emilio Bacardí Lay, Ascencio y Armando Gómez Villasana, Carlos y Andrés Pillot, Carlos Horruitinier Portuondo, Nicolás Souvanell, Agustín Segabién, Arturo Bolívar, Miguel Varona, Florentino Mas, Jaime Muñoz, José Silvino y José Fermín Llorens Maceo, Rafael Ferrer y el benjamín de todos: Ramón Corona Ferrer.

En uno y otro caso, eran blancos, mulatos y negros; la mayor parte de ellos, gente ilustrada –por instrucción académica o por autodidactismo-; muchos, combatientes muy jóvenes, de romántico ideal, deseosos de tejer una historia épica heroica, y todos, absolutamente todos, de coraje probado.

Fuera de aquellos que estaban colocados por el gobierno, o por la jefatura superior del Ejército Libertador, los más estaban con él, no por obra de una casualidad, sino colocados por el propio Maceo a su lado, con el consentimiento libre de cada uno, por un noble interés de este en codearse con personas de saber, con los cuales aprender humildemente lo que no pudo por los límites de la instrucción pública y de acceso a la cultura, en la Cuba colonial de entonces; para intercambiar información y tener asesorías en muchas materias, de todo lo cual dan cumplida fe testimonios y anécdotas.

No es mentira -y casi todos ellos lo cuentan-, Maceo les ofrecía un botín: el altísimo honor –decían- de estar al lado del Héroe, de compartir con él la vida de campamento, de recibir su trato respetuoso y afectivo, de combatir a sus órdenes y de alcanzar la gloria junto a él.

No había –ni lo quería nadie de aquella pléyade- excepción para cumplir las tareas correspondientes; ninguno –ni por orden o voluntad propia- excluido del peligro, como lo demuestra el hecho de que Maceo se quejara a María de no haber sido herido aún, en plena campaña, cuando ya muchos de sus jefes subalternos y ayudantes habían caídos mortalmente ante las balas enemigas, y todos los últimos ostentaban una o más heridas en sus cuerpos. Tampoco podía haber ninguno flojo, porque pocas cosas causaban mayor desprecio a Maceo que la cobardía, y su mayor satisfacción, cuando uno -de esos jefes subordinados o ayudantes- daba cabal muestra de valor, con mayor placer mientras más temerario, que él sazonaba con frase como estas: “¡Ya está La O haciendo de las suyas!”, o: “¡Así se hace!”, o promoviendo a grados superiores al protagonista.

Un día en que Maceo se iba quejando de su cocinero, por no haberle dado el desayuno, murmuraba festivamente: “A ese B. lo voy a meter bien en el fuego para que lo maten”.

Piedra Martel, que iba casi a su lado, lo interrumpió en tono no menos festivo: “Muy bien, general, ya veo que usted a los que mete en el fuego es con el fin de que los maten”. Y rápidamente, Maceo rectificó diciéndole: “A unos sí, pero a los hombres de honor, como usted, para que se cubran de gloria”.

Cómo iba a eximir a alguien del peligro, si se metía él mismo en lo más comprometido del combate, cual lo atestiguan sus decenas de heridas, y hasta los jefes enemigos, con opiniones que vale la pena recordar: “Todos los generales cubanos eran buenos […], pero Maceo era único, porque mientras los demás peleaban, u ordenaban pelear, Maceo metía el pecho de su caballo entre las filas españolas, obligándoles a pelear” [general Neuville]; “Yo, general del ejército español, hijo de generales, sobrino de generales, tengo a mucha honradez haber sido herido en combate frente a Antonio Maceo, el más grande de los generales españoles nacido en Cuba.” [General Rafael Primo de Rivera].

Contó José Luciano franco en una oportunidad, que preguntó en Madrid a un militar español, que hablaba de la guerra de independencia: “-General, usted peleó en mi tierra, usted es cubano”; a lo que el militar contestó con firmeza: “Sí…, cubano dice, sí; yo peleé en mi tierra, en Cuba, pero en Pinar del Río, frente a Antonio Maceo, que ése sí era un general”.

Un personaje menos simpático; más bien antipático, por lo que le tocó hacer, y con la sevicia que lo hizo, Valeriano Weyler, diría en el mismo sentido: “Maceo debe tener una estatua en cada una de las capitales de provincia de Cuba, y en comunidades de población importante, porque él ha sido el más grande general que ha dado Cuba en su lucha por la independencia.”

Todo indica que no protegió ni amparó a subalterno alguno para recibir nada a cambio, porque él, Lugarteniente General del Ejército Libertador, no quiso que ese cargo fue exclusivo para él; porque se negó siempre a asumir la jefatura de dicho ejército, en detrimento de Máximo Gómez, cuando en varias oportunidades se lo propusieron; porque, además, no sólo señaló muchas veces los únicos objetivos de su lucha: la independencia de Cuba y la libertad de su pueblo; la república democrática, equitativa y próspera para el país, sino que, ajeno a otras aspiraciones –a las que tenía pleno derecho-, siempre dijo a sus ayudantes:

“Sé que una buena parte del pueblo [entiéndase más bien: del ejército] quiere proponerme para Presidente; pero no: ¡eso jamás lo consentiría, porque sé que la mayoría de los cubanos no verían con agrado esa determinación, por razones que debo reservarme en estos momento, en que estamos por concluir la obra… Prefiero pensar desde ahora en mi viaje al exterior, con mis ayudantes, y evitar trastornos y perturbaciones en mi Patria libre”.

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