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sábado, 29 de octubre de 2011

Guillermón Moncada: El Caballero negro de la Revolución



A pesar de ser una mujer de recio temple, de grandes sentimientos e importantes aspiraciones, aquel 25 de junio de 1841, no podía imaginar María Dominga Moncada –menos aún, el esclavo Narciso Veranes, de menos luces, al parecer- que había traído al mundo algo más que otro negro; un negro del montón, para sufrir y soportar explotación, escarnios y humillaciones…
No podía, en verdad sospechar que había parido una expectativa, a un héroe, a un líder, una leyenda…
Hasta que llegaron los hechos, perseverantes, y reveladores de lo que aquella talla extraordinaria, aún en cierne, significaba; esto es: las heridas por defender a aquel amigo tabaquero, frente al pendenciero y malévolo yerbatero de la barriada de Los Hoyos, en 1861; los días finales de diciembre de 1868, y su incorporación al ejército revolucionario; en fin, su liminar en la Guerra de los Diez Años, con el capitán Antonio Velázquez, que lo hizo sargento instructor, y cargado de acciones contra las propiedades de afectos al gobierno colonial, o de indiferentes al drama de Cuba.
Vendría su pase, ya capitán, a las fuerzas de Policarpo Pineda; sus primeras heroicidades, su ascensión a comandante, a segundo de Rustán, y la admiración muda de aquel cerebro hiperexigente que fue el general Máximo Gómez, tanto en Bucuey como en las Cuevas de Bruní, donde corrió a raudal la sangre del comandante Moncada; o, posteriormente, en su famoso duelo a machete con el célebre comandante de las Escuadras del Guaso y de Yateras, en el que venció al valiente Miguel Pérez Céspedes, y la Invasión a Guantánamo de 1871, con mucho destaque: en Monte Ruth, cafetal Oasis, Dos Amigos, Limonar y La Matilde, por sólo señalar algunos hitos de aquella epopeya.
“Guillermo Moncada, negro muy alto, delgado, labio superior corto, dientes grandes y blancos, cojos por heridas, dicen que no quiere a los blancos”.
Así escribió de él, en junio de 1872, el inmortal Carlos Manuel de Céspedes, en uno de de los primeros retratos del ya teniente coronel Guillermón.
Pocos días después, le impresionaría más y mejor, tras Rejondón de Báguano, Samá –en cuyo combate Moncada tuvo un rol muy importante-, Veguita de Banes y otros liderados por el general Calixto García Íñiguez.
Advendría el año 1873, en el que, entre otros importantes, se batió en Llanos del Zarzal (junio 4 de ese año), donde sus muestras de corajes fueron tales, que mereció el ascenso a coronel del Ejército Libertador; bravura que reiteró en Santa María de Ocujal, Cuatro Caminos de Chaparra, en el asalto a Manzanillo, en Bueycito y varios más.
En Melones (enero de 1874), escribe el entonces coronel de las fuerzas de las Tunas Francisco Varona González: “Conozco aquí a Guillermo Moncada, alias ‘Guillermón’, este es según lo indica su apodo de estatura agigantada, delgado, lampiño, color negro, está vestido con bastante abandono, pies desmedidos. Valor sobresaliente, inteligencia bastante para esta clase de guerra. Muy fuerte, dicen también que es algo cruel, pero en su trato, al menos, según lo he oído espresar [sic] no lo demuestra así; se ha distinguido mucho frente al enemigo alcanzando el grado de coronel que tiene en el día. Está sin destino actualmente, pero no dudo será pronto ocupado y hará siempre carrera. Es muy querido por todas las fuerzas que han estado a sus órdenes. Me saludó y trató con bastante política, brindándome en extremo.”
Retrato evolucionado, podría decirse de quien aún agregaría su historial, la invasión a occidente, con los 500 del brigadier Maceo, y su brillante comportamiento en Potrero de Naranjo, donde herido en una rodilla, dio soberana lección de coraje y entereza, no sólo en el combate, sino, a la hora de la cura, al pender él de una viga alta, y colgársele el gigante “Cefí” de la pierna, para colocar la rótula en su lugar, sin una queja, ni ayes de dolor, por parte de Moncada.
Prestó apoyo moral a los líderes de Laguna de Varona, y se vio envuelto en disputa racial con Maceo, en junio de 1875; pero, a poco, conciliado con éste y con su propia conciencia, estuvo con Maceo en la excursión al norte de Oriente y a Guantánamo, lo mismo que –un año después, y saltando sobre muchas acciones suyas- en la Invasión a Baracoa, donde fue uno de los puntales en la toma de los fuertes de Sabanilla (donde fue otra vez herido) y en el ataque a Baracoa y la derrota del general Francisco de Borbón, en las afueras de la Ciudad Primada, antes de cumplir misión de Maceo en el valle de Guantánamo.
De los ejes en las victorias de Vega Sucia, Llanada de Juan Mulato y combate de San Ulpiano; lo fue, igual, en la Protesta de Baraguá, donde se distinguió por ser de los más fervientes seguidores de Maceo, y por ser el último de los principales jefes en deponer las armas, tras la capitulación de Sierra Pelada, por el Gobierno provisional.
Bastante pulido, en algunos aspectos de su gran perfil humano, pero con no pocas imperfecciones sin desbastar, salió a la manigua redentora, en 1879, hasta junio de 1880, en la que –cierto que dio muestras de tendencia a la arbitrariedad de mando, y a viejas prácticas casi de serrallos-, sin embargo de todo, dio las más cumplidas pruebas de heroísmo y de amor a Cuba, a su independencia y a la libertad de su pueblo y del negro todavía esclavo.
Vinieron los 6 años de prisión y deportación, en mazmorras infectas y olvidados poblados del mediterráneo español, que fue su universidad política y social, donde aprendió Moncada –tanto en las clases del célebre Fermín Salvoechea- con en el intercambio de elementos doctrinales, de política actual y futura, de nuevos modales y asunción de valores complementarios, que hicieron de Guillermón, no ya el jefe corajudo, querido y temido, sino el líder, sereno y visionario; esperanza no sólo de su raza oprimida, sino una de las expectativas de todos los cubanos, en sus ansias de independencia, soberanía y libertad.
Indultado, en 1886, escribió las páginas más distintivas de su leyenda, al frente –con Crombet- de la conspiración de 1889; con Maceo, en el movimiento de 1890; como jefe único en la delatada conspiración de 1893, por la que sufrió prisión en el cuartel Reina Mercedes, hasta junio de 1894, y durante la cual le visitó su amigo –que lo era también de la causa cubana- Clarence King, quien, al cabo de hablar mucho con él, lo retrató como “El Caballero Negro de la Revolución”.
Cautela, audacia, maestría conspirativa revelaría aún en la conspiración de 1894, que concluyó con el conato del 10 de octubre en Santa Rita de Cojímar, en El Cobre; pero cuando su actuación salvó a todos los comprometidos..., como también supo aglutinar a todos nuevamente en diciembre de ese año, para asumir la etapa final de la conspiración de Martí y Gómez, y más todavía, tras el fracaso de La Fernandina, de cuya actuación vale por todos los juicios posibles, este del doctor Horacio Rubens, el gran amigo de los cubanos y de Martí:
“Yo, que […] estaba al tanto de la trama de la conspiración; y, además, por los hechos subsiguientes al levantamiento de 1895, puedo asegurar, y así lo declaro enfáticamente, que sin Guillermón no hubiera habido Revolución en Oriente el 24 de Febrero.”; lo que es igual a decir: que no la hubiera habido en lo absoluto.

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