Páginas

domingo, 6 de noviembre de 2011

Aniversario del natalicio del Generalísimo III


Máximo Gómez: un sitio justo,
entre la apología y la censura

Gómez es un caso único en nuestra historia, en el cual tanto apologistas como censuradores llevan mucho de razón, cuando nos hacen el cuadro de ese portentoso dominicocubano…
No fue –como dicen sus idólatras- el Maestro de todos los cubanos en el arte de la guerra; pero, sin duda, dio lecciones a muchos de cómo llevar a cabo una verdadera guerra de guerrilla favorable, frente a un enemigo tan poderoso como el ejército español y sus acólitos armados.
Incluso –y es cosa que pocas veces se señala-, aunque no cataloga entre los jefes insurrectos más valientes, Gómez, cada vez que una situación lo ameritó, dio clases tremendas de bravura personal a esas huestes mambisas, tan sobradas de gente en extremo corajuda, como lo hizo –entre múltiples ejemplos citables- en Baire, machete en mano, en carga terrible, o como le mostró a Policarpo Pineda (Rustán), a quien “enseñó” cómo tomar un fuerte, bien guarecido, en lo alto de un promontorio, no con dos balas por hombre, sino con una, marchando él por delante de la tropa…; o, también, cuando, muchos años después, le estallaban las balas de cañón alrededor, y él, imperturbable, daba órdenes ahorcajado en su caballo.
No era un padre para sus subalternos –cual lo quieren hacer ver sus apologistas-; mas, pocos jefes rebeldes, como él, cuidaron más y mejor de su tropa; desde la planificación del camino y del lugar del combate, hasta del rancho que debía consumir, de la quietud del campamento para el descanso, o en el suministro de aquellos casi intragables brebajes para combatir la palúdica, y que él, cuchara en mano, cual otra arma, en varias oportunidades, suministró directamente a sus soldados.
No tuvo, en la manigua cubana, distinción alguna entre blancos y negros; no gustaba de la amistad con los encumbrados, ni con la gente de alcurnia; odiaba la cobardía y la genuflexión y, aunque no halagaba a nadie por las hazañas realizadas, sentía un elevado respeto por los genuinos héroes y por los que sabían cumplir calladamente con el deber.
Solía distanciarse de algunas características que creyó ver en el cubano: extremismos en zigzag (“El cubano cuando no llega, se pasa”, decía), “alardoso”, “sabiondo”, “pasionista” y “mal agradecido” –en esto último no tenía nada de razón-; eran parte de nuestras principales características, según su visión; justificación –tal vez- del porqué se “fajó” con muchos de ellos, muchísimos, en sus más de 30 años de relación estrecha.
Sin embargo de todo eso –puede decirse sin temor a exageración alguna-, ningún extranjero amó tanto a Cuba ni, al cabo, estimó tanto a los cubanos, como él; razón por la que peleó los casi 10 años de la primera guerra; dirigió aquel tormentoso plan insurreccional y de invasión a la Isla, entre 1884 y 1886; deambuló entre 1887 y 1888 por centro y Sudamérica, buscando restablecer los preparativos de la nueva guerra; asumió la dirección de la guerra en la organización de la última conflagración, y dirigió el ejército mambí, por más de 3 años, entre 1895 y 1898.
Parecía un aspirante a dictador, y mucho temieron que se convirtiera en un tirano si, glorificado, le asistía la victoria; pero la realidad es que demostró un gran desinterés por el poder político, renunciando, cada vez que le propusieron o le insinuaron, la postulación como presidente de Cuba, cuya Constitución le dejó expedito el camino, con un artículo que autorizaba a desempeñar la primera magistratura -y cualquier otro puesto público en la república-, a quien, no nacido en Cuba, como él, hubiese peleado por su independencia y su libertad.
No sólo su energía y talento militar, Cuba también le debe un pensamiento sencillo, pero profundo y lúcido, que alguna vez resumimos así:
“El más mal intencionado y avieso de los gobiernos –dijo de la Corona española- es el que deliberadamente divide a sus ciudadanos, ya en ideas, ya en razas, ya en jerarquías, porque a todos los hace enemigos mutuos y odiosos los unos a los otros.”
Por tal motivo, en 1891 escribió a Serafín Sánchez:”[...] por más que busco sin cesar las causas de mis fracasos, hasta en el fondo de mi propia conciencia, para descubrir si intereses bastardos, o miras caprichosas o legítimas ambiciones me mueven a ello, o en resumen, amor al oro y por eso soy castigado.” Y agrega, en tono plenamente estoico: “Pero me encuentro limpio de esas lepras morales, pues tengo la conciencia [de] que jamás he querido especular con el prestigio que han podido darme las grandezas de la revolución de Cuba, en cuyas banderas me alisté con desinterés y lealtad, y en cuanto al oro ni en eso pienso, porque hace muchos años me siento rico por haber aprendido a ser pobre.”
En otra oportunidad, diría al respecto: “Cuando una sociedad desprecia la virtud y el talento por el poder y la fortuna; cuando funda el derecho – cuyo aliento es el alma -, en el oro, y sólo el oro concede honores, distinciones, privilegios, y por reluciente oro lo vende todo, esa sociedad está perdida, la desmoralización roe sus entrañas.”
A sus hijos, deja parte de su testamento espiritual, cuando dice a su hijo Máximo: “[...] Desde muy niños les he enseñado a todos que la única y mejor de todas las religiones es el deber, y que cuando los hombres saben llevar y cumplir sus exigencias, no solamente ganamos méritos indisputables, en la opinión pública, sino [que] también nuestra propia conciencia, juez inexorable, nos llena de alegrías el alma aun en medio de las mayores adversidades  de la vida.
“[...] El hombre que no labora desde el umbral de su casa hasta la plaza pública y el salón donde galantea a la Dama, que se retire [de] entre los hombres y [que] vaya a pedir su sitio entre las bestias.
Estudia en el gran libro social, siempre abierto para los que quieren leerlo, y trata de imitar a los hombres bien portados, lo mismo en las acciones que en el vestir; a los correctos de pensamientos, a los limpios de corazón y de las manos, a los puros.
Huye como caballo desbocado de la falsedad y [de] la mentira. Y jamás tengas temor de andar por los laberintos que parecerían más obscuros, si puedes llevar por luz que te alumbren el camino la Justicia y la Verdad.
“Ser buen hijo y buen hermano es ser hombre bueno y honrado, títulos de tan inapreciable valor que parece mentira el poco costo que cuesta conseguirlo [...]”
Quienes le juzgaron con severidad -no exentos de razones- señalan que fue un hombre de modales bruscos, irascible, al que había que adivinar su estado de ánimo para dirigirse a él, y a quien no se podía contrariar; que no elogió nunca a hombre vivo alguno, que menospreciaba la legalidad –al menos de la manigua, en la guerra-, y que, por tal motivo, pasó no pocas veces por encima de sus fueros; que se puede construir un gran inventario de humillaciones a sus subalternos -incluidos, jefes de alto nivel-; de sus iras –en ocasiones gratuitas-, de castigos excesivos, de impía inflexibilidad ante las infracciones.
Dijeron mas: que tenía un exagerado concepto de su papel como jefe y de la disciplina que debías guardar sus fuerzas, y, por lo mismo, de aquellas cosas –por muy fútiles que fuesen- que el pensase podían disminuir su rol o degradar las normas de conducta de sus subordinados; pero que él mismo no fue ni disciplinado, ni obediente a las leyes ni ante los poderes legítima y legalmente constituidos.
Hay, en verdad, un arsenal de hechos y argumentaciones –ciertos en mayor o menor medida- que tienden a probar la validez de esas apreciaciones negativas.
Incluso, se puede citar aquellas palabras dichas en 1886 por el general Antonio Maceo al propio general Gómez, en la que le espetó: “[…] con Ud. no se necesita de acudir a medios ilegales, para echarle la antipatía de un pueblo; basta su carácter violento. ¿No recuerda Ud.  que a eso le debe sus principales disgustos?”
Y, además, de la proverbial paciencia de Job, con que el general Vicente Pujals Puente tuvo que vestirse, para soportar ese carácter agrio e imprevisible, en su calidad de jefe de Estado Mayor del General en Jefe.
Maceo, primero; Martí, después, Pujals, siempre –y muy a pesar de todo ese sello negativo y cierto-, al sopesar defectos y virtudes en Máximo Gómez Báez, se impusieron la tarea de soportar “al Viejo”- como no exento de cariño le llamaron-, porque vieron en él más cosas positivas que negativas, aplicación del mismo rasero con que el autor de la Edad de Oro justipreció a “Bolívar, de Venezuela; San Martín, de Río de la Plata; Hidalgo, de México”, cuando dijo de éstos: “[…] se les debe perdonar sus errores porque el bien que hicieron fue mayor que sus faltas […]”.
 

1 comentario: